La Primavera de Microrrelatos Indignados pretende que durante tres días (21 de marzo, 18 de abril y 16 de mayo) la red se llene de microrrelatos indignados que denuncien el avance de la desigualdad social, las injusticias, los abusos de poder, las humillaciones colectivas, las corrupciones impunes o la desprotección social que en los últimos tiempos estamos padeciendo.
Acababa
de terminar la carrera de psicología y se había dado cuenta de que
su auténtica pasión eran los niños. Se matriculó en un ciclo de
educación infantil, pensando que eran solo dos años y que, además,
por la pública únicamente pagaría la matrícula, ya que los libros
y apuntes se los pasaría Luisa, su vecina. Carlos, licenciado en
Educación Física, trabajaba de monitor y daba clases de repaso en
una academia.
Ambos
amaban a los niños y querían tener por lo menos tres. Por eso Ana
se quedó embarazada enseguida. En el banco pidieron un préstamo
para una casa, chiquita, en el pueblo, en la que empezar juntos. La
familia y los amigos se volcaron, regalándoles cada uno algo que
tenían y que les sería útil. A cambio, Ana les cocinó su pastel
preferido, hizo de canguro o cuidó de los mayores.
Al mes
de nacer la niña a Carlos le cerraron el gimnasio y la academia, con
lo que no pudieron seguir pagando la hipoteca. Su padre, que tenía
preferentes, intentó ayudarles pero no le dejaron tocar los ahorros.
Ahora viven juntos, en 80 metros cuadrados, la abuela, los tres
hermanos de Carlos, sus padres, Ana y el bebé: disfrutando de pleno
de eso que se llama calor humano.
Jacqueline Hernández
Siento
satisfacción cuando alivio el dolor de los enfermos, que me
agradecen con mirada alegre. Entro en la intimidad de sus hogares
con pudor pero, la impaciencia con la que esperan mi llegada, me
libera. En mis visitas por los barrios más empobrecidos de la
ciudad presencio escenas insólitas, por lo que ni me asombro con
facilidad ni un nudo en la garganta ahoga mi llanto como en los
primeros años de ejercicio de mi profesión. Estos tiempos de
crisis repiten con frecuencia situaciones indignantes que vuelven a
remover mi estómago y mi conciencia: entré en
casa de una anciana en silla de ruedas con mi maletín de curas. Preparé a la mujer para limpiarle la herida del coxis. Lavé mis manos, me enfundé los guantes, retiré la gasa. Un olor a podrido penetró en mi nariz; era tan intenso que casi vomité. Me sobrepuse, retiré los gusanos con las pinzas, lavé con agua y jabón; desde el interior de la úlcera hacia fuera eliminé la suciedad y la carne muerta hasta asegurarme de no dejar zonas infectadas. Entre tanto, unos gemidos traspasaban la puerta
contigua. Al abrirla, casi pierdo el conocimiento. Una pestilencia nauseabunda me impedía la respiración. Un anciano postrado sobre una cama llena de mugre, orines, cuerpos fecales, que se desprendían a través del colchón esparciéndose por el suelo sucio, se quejaba. Las llagas cubrían su cuerpo, los pañales hinchados le habían provocado erupciones. No me atreví a tocarlo. Una ambulancia lo trasladó al hospital mientras su hijo se excusaba: “no ha sido un buen padre.”
casa de una anciana en silla de ruedas con mi maletín de curas. Preparé a la mujer para limpiarle la herida del coxis. Lavé mis manos, me enfundé los guantes, retiré la gasa. Un olor a podrido penetró en mi nariz; era tan intenso que casi vomité. Me sobrepuse, retiré los gusanos con las pinzas, lavé con agua y jabón; desde el interior de la úlcera hacia fuera eliminé la suciedad y la carne muerta hasta asegurarme de no dejar zonas infectadas. Entre tanto, unos gemidos traspasaban la puerta
contigua. Al abrirla, casi pierdo el conocimiento. Una pestilencia nauseabunda me impedía la respiración. Un anciano postrado sobre una cama llena de mugre, orines, cuerpos fecales, que se desprendían a través del colchón esparciéndose por el suelo sucio, se quejaba. Las llagas cubrían su cuerpo, los pañales hinchados le habían provocado erupciones. No me atreví a tocarlo. Una ambulancia lo trasladó al hospital mientras su hijo se excusaba: “no ha sido un buen padre.”
Charo López
SUERTE
Mario repasa por enésima
vez la documentación que debe presentar esa mañana en la oficina de
empleo. Es afortunado, así se lo dice a su madre en un breve mensaje
SMS, le han aceptado en la oferta de trabajo a la que se inscribió
para profesores de español.
A trescientos kilómetros la madre lee el mensaje y suspira elevando
la mirada al cielo. Es un punto de partida, y tal como están las
cosas es la mejor noticia, un trabajo, aunque sea en un país
extranjero. Sabe que el muchacho está preparado: Licenciado en
filología, especialidad hispánicas, románicas y anglogermánicas,
domina perfectamente el francés, inglés y alemán, incluso algo de
chino mandarín que ha aprendido alternando los trabajos ocasionales
realizados como repartidor de pizzas o reponedor en grandes bazares.
Hija de emigrantes, también ella trabajó en su juventud en la
vendimia donde conoció a su esposo. Ambos se esforzaron por
conseguir un bienestar que les permitiese dar a su hijo la mejor
educación posible para asegurarle un buen futuro. Creyeron
conseguirlo, pero ahora, ¿cómo se perdió en tan poco tiempo, lo
que tantos años costó de conseguir? ¿qué fue de tanto empeño?
Ah, sí, la crisis sobrevenida.
Sobrevenida por la avaricia y corrupción de quienes gestionaron su
esfuerzo y desempleo, desahucios y deudas es lo que impera. Dicen
que estamos saliendo de la crisis, pero la falta de trabajo y la
desesperanza es cada vez mayor.
Sí, el muchacho ha tenido suerte, sonríe con cansancio.
Esta
noche trasmiten en televisión “Un
franco, catorce pesetas”.
Juana Aucejo
YAYOFLAUTA
-¿De qué va esta vez?-vuelvo a preguntarle.
- Joooder con los jubilados, si es que no os enteráis de nada, pues de tirar atrás la próxima ley de educación.
- ¿Y qué se pide?
- ¿Pues qué se va pedir? Que haya menos recortes, menos chorizos y que nos dejen la enseñanza pública como está y todo eso: que vosotros cobráis la pensión y ¡haaala ! Que os importa todo un huevo, ¡joder!
Ya veo que a este hombre no le enseñaron la palabra " Usted" en el sistema educativo que, al parecer, quiere conservar; iba a decirle lo de Pisa, pero no me atrevo, no vaya a confundirlo con un insulto.
- Y...¿sabe usted. si tengo alguna ruta alternativa para ir a...?
- Pues, mira, no, no lo sé, podías ir al centro, preguntas y así colaboras un poco.
Como a mí me enseñaron que no ofende el que quiere sino el que puede, decido darle las gracias y empezar a andar: no le vendrá mal a mi corazón un largo paseíto.
¡Señor, Señor! Tampoco sabe del daño que hace a la reivindicación ciudadana. ¿Y para esto corrimos en los sesenta delante de los grises en la Universitaria, dejándonos la piel en aquello que sí eran alambradas y con púas más afiladas y desgarradoras?
Pero...¡hay que ver y qué vicio este de rememorar lo que ya nadie quiere oír! Total, solo pedíamos libertad...
- Joooder con los jubilados, si es que no os enteráis de nada, pues de tirar atrás la próxima ley de educación.
- ¿Y qué se pide?
- ¿Pues qué se va pedir? Que haya menos recortes, menos chorizos y que nos dejen la enseñanza pública como está y todo eso: que vosotros cobráis la pensión y ¡haaala ! Que os importa todo un huevo, ¡joder!
Ya veo que a este hombre no le enseñaron la palabra " Usted" en el sistema educativo que, al parecer, quiere conservar; iba a decirle lo de Pisa, pero no me atrevo, no vaya a confundirlo con un insulto.
- Y...¿sabe usted. si tengo alguna ruta alternativa para ir a...?
- Pues, mira, no, no lo sé, podías ir al centro, preguntas y así colaboras un poco.
Como a mí me enseñaron que no ofende el que quiere sino el que puede, decido darle las gracias y empezar a andar: no le vendrá mal a mi corazón un largo paseíto.
¡Señor, Señor! Tampoco sabe del daño que hace a la reivindicación ciudadana. ¿Y para esto corrimos en los sesenta delante de los grises en la Universitaria, dejándonos la piel en aquello que sí eran alambradas y con púas más afiladas y desgarradoras?
Pero...¡hay que ver y qué vicio este de rememorar lo que ya nadie quiere oír! Total, solo pedíamos libertad...
Gonzalo Mallea
MOTIVO DE
CONVERSACIÓN
Era
domingo, la tranquilidad del día de fiesta se vio rota por la
música. Salimos al balcón a ver a qué se debía ese jolgorio y nos
encontramos con un pasacalle típico de las comuniones; familiares
trajeados, niñas disfrazadas de novias en miniatura con niños a
juego o de marineritos, banda de música y público en general. Todo
muy bonito y algo grotesco para la época en la que vivimos. Nos
fijamos más detenidamente y la sorpresa fue desconcertante, entre
los participantes había conocidos en situación económica crítica.
No entendíamos de donde podían haber conseguido el dinero para
participar en ese lujo religioso; oficio, flores, música, trajes,
regalos y la fiesta posterior. Lo más chocante es qué, sabíamos
que eran votantes de los conservadores, pero nunca los habíamos
visto entrar en una iglesia, ni hablaban de religión, de hecho nos
habíamos planteado ayudarles para evitar que les quitaran servicios
esenciales impagados y ahora nos desconcertaban con ese desfile
pomposo y desfasado. Era algo increíble, pero cierto.
Esta
visión nos sirvió para tener un ratito de charla frente a un café;
la estupidez humana de vivir por encima de las posibilidades sin
preocuparse de lo que vendrá en el futuro, la facilidad de pedir
ayuda a los demás cuando son incapaces de gestionar bien los
recursos propios, etc. La conclusión fue que no se puede
generalizar, pero que algunos son de los que hay que darles de comer
aparte.
Carlos Campos
MANOLITO
Ay, Manolito ¡Qué empeño el tuyo con la nave esa de Lego! Sabes que papá es encofrador, y ahora hijo, pues eso, que no se construye. No sé, son tiempos distintos. Algunas casas parecen esqueletos.
Por
eso hace tiempo que me invento historias y hago puzles con las vidas
de los demás. ¡Igual que un lego, Manolito! Tomo alegrías de unos
y otros, piezas buenas de aquí y de allá, y se las cuento a los
colegas. Porque has de saber, hijo, que los héroes han ocupado los
bares.
Y se
me hace duro, la verdad.
Y
mañana a ver qué hago cuando los hoyos de tu cara dibujen todos los
mapas.
Y yo
muera un poco, Manolito… Porque solo tú me pesas más que el
hambre.
Como
que este año un móvil de cartón no va a colar ¿verdad?
Pero
he oído que en estos tiempos, tan distintos, algunos saltan al vacío
para buscar lo que les falta.
Y creo
que eso es lo que haré, hijo. Esta noche iré allí, a buscar
tu lego. Sin testigos. Sin vértigo. No soy ningún traidor.
Y
mañana, cuando te despiertes, ve armando las alas de la nave, porque
son idénticas ¿Eh?
Por si
papá se retrasa.
Celia Pla Vidal
SAINT
Se
llama Saint. Creció en las calles de Nueva Orleans y su padre es
policía. Recuerda el olor a jambalaya que venía desde la
cocina de su casa en la calle Robinson. Vivían tan cerca del barrio
francés que paseaba hasta parque de Louis Armstrong, para jugar
entre sus lagos artificiales y volver a casa intentando bailar ese
claqué improvisado con latas de coca cola dobladas, encajadas en los
zapatos, al ritmo de la música fantasmagórica que se elevaba desde
cada rincón de la ciudad. Se mudaron a Florida meses antes
del Katrina. Saint sacó una de las mejores notas del S.A.T. el
mismo año que su equipo ganó la Super Bowl.
Su tercer año en Florida State University viajó a España en un
programa internacional. Quería mejorar el idioma, conocer otra
cultura. No sabía que ella iba a ser la única estudiante negra del
programa. En las calles, con su pelo largo y trenzado, los
valencianos la miraban de refilón, con desprecio. Para ellos, otra
inmigrante más. Estaban a la defensiva; ser diferente era una
amenaza. Una semana después de llegar, caminando por las callejuelas
de El Carmen, escuchó a un saxofonista tocando en una esquina.
Valencia se vistió de Nueva Orleans y Saint se dio cuenta, con una
profunda tristeza, que en su mundo políticamente correcto no sabía
con certeza si tenía algún amigo o simplemente personas que habían
sido entrenadas para tratarla cordialmente. Y quiso volver a casa con
tanta intensidad que casi se quedó sin aliento.
Catalina Millán Scheiding
DESDE HERODOTO
Desde
Herodoto hasta la Edad Moderna llevaba el peso de la Historia dentro
de su ser. Había sido un ratón de biblioteca, el estudio era su
vida y vivía de su saber. Enseñaba con entusiasmo a sus alumnos los
tiempos pasados, las miserias y glorias a lo largo de la historia de
la humanidad que cabían como un microchip en su cerebro. Millones de
caracteres cabían dentro del conjunto de su masa gris, era
entusiasta y optimista. Hasta que una enfermedad acabó con la vida
de su mujer y poco tiempo después llegaron los recortes.
No le gustaba ir con pancartas a demostraciones de protesta aunque
fuera uno más en la lista de perjudicados. Sus noches eran de
insomnio, de pesadilla. Durante la noche le aparecían las hambrunas
de siglos pasados, cosechas fallidas, guerras junto con la condena de
su propia decadencia. Su abandono, la carencia de estímulo, el
desengaño del siglo XXI en una sociedad que padecía el terrible
cáncer de los sistemas equivocados que se extendían como la peste.
Acompañado por un brik de vino solía recitar hechos
históricos a los transeúntes. Con el alcohol los entrelazaba;
confundía siglos y reinados. Una noche de Fallas hallaron su cuerpo
golpeado y sin vida en la estación de metro Amor. No pudieron
identificarlo porque nadie lo reclamó. Se convirtió en un pequeño
dato más en el enorme registro de ausencias de la Historia de la
humanidad.
Petra Dindinger
LA VUELTA AL COLE
Mi
madre ya no trabaja fuera. Nos hemos mudado y he ha cambiado de cole.
Dice que aprovecharemos la circunstancia para hacer cosas provechosas
y divertidas.
Primero,
con la excusa de que me presten los libros de mi primo, iremos a
visitar a mis tíos lejanos, cuyo hijo menor tiene un año más que
yo. No es por ahorrárnoslos, afirma, es porque así mantenemos viva
la relación familiar.
Luego,
sacaremos la ropa que se dejó mi hermana, que se ha ido a trabajar
al extranjero, y como ya no llevo uniforme, la utilizaré yo ahora
que estoy más alta. Sospecho que no podemos comprar ropa, pero mamá
dice que viéndome vestida como mi hermana, la echa un poco menos en
falta.
Sugiere,
también, que deje ese perfume que usaba hasta ahora. Que usar
colonias frescas de botella grande está de moda; tienen más
personalidad y no se vuelven empalagosas a los cinco minutos. Supongo
que cuenta también la diferencia de precio, pero ella insiste en que
es cuestión de tener gusto a la hora de perfumarse.
Me ha
retirado el móvil, también, para que no me distraiga en mis
estudios.
Buscaremos,
finalmente, mochilas, estuches y otro material escolar que tengamos
por casa, y así pondremos orden en las habitaciones, que falta les
hace.
Me
sorprende verla afilar un lápiz y pegarle, con esparadrapo, un
mechón de su pelo para fabricar un pincel con el que pintar
acuarelas.
Pilar Saborit
EL POLLO SOLIDARIO O EL DISCÓBOLO DE MIRÓN
Esta mañana he tenido la sensación como si me levantara de un
potro (5. m. RAE). A duras penas he preparado café, desayunos,
almuerzos, lavadoras y otros. Le he dicho a mi marido coge tu móvil
—a veces pienso que lo olvida adrede—. He gritado a mi hija
adolescente —cualquier día se socarra el pelo; yo me hacía la
“toga”: rollo vacío de papel higiénico, unas horquillas y
listo y liso, sin coste alguno—. La he dejado en el instituto, he
subido a la Universidad, he tomado café acelerador, he trabajado de
burócrata y a las tres ya estaba en la puerta del “insti”.
Hemos comido colesterol. Entrando en la gran superficie una joven
desaliñada, bebé en brazos, me ha pedido un pollo. Espéranos
aquí, no tardaremos. Hemos comprado: leche, pañales, papillas y un
pollo entero. Cuando hemos salido la chica había desaparecido.
Llena de rabia he tomado el Camí Fondo hacia casa. He
parado en un huerto, he desempaquetado el pollo, lo he cogido por un
muslo y le he dicho a mi hija, mira, el Discóbolo de Mirón. Tres
impulsos y lo he lanzado. Mami, ¿pero, que estás loca? No. Vámonos
a las chabolas y les repartimos lo que acabamos de comprar. Vale,
hay que ser solidarios, estamos en crisis; la chica podría ir al
banco de alimentos, ¿no, mami?
Rosa Miró i Pons
SOBREIMPRESIÓN
Aunque
cada vez renueven las colecciones con más frecuencia, tanta no es
posible. Ni siquiera han pasado veinticuatro horas desde que vine a
la tienda y no hay ni rastro de las camisetas estampadas con motivos
étnicos que vi. La cola delante de las cajas era larguísima y no me
pude esperar. Me hubiera comprado unas cuantas. Eran de un color gris
cemento, un tono apagado pero sobre el que contrastaban más los
dibujos de las mujeres y niñas de piel morena envueltas en túnicas
y pañuelos fucsia y violeta. Todas tenían los ojos cerrados, la
boca abierta y un tanto polvorienta, sin maquillaje. En la que más
me gustó aparecía una pareja abrazada. Ella llevaba una pulsera
dorada y a él le cruzaban la cara de arriba a abajo, dos surcos
pintados con esmalte rojo brillante. Otras ni las miré porque eran bastante
macabras: solo aparecían brazos y piernas entre escombros o grupos
de niños con los ojos muy grandes que enseñaban unas fotografías.
Una
dependienta me respondió que en esos expositores giratorios las
camisetas eran todas lisas, que no había ninguna con dibujo. Yo le
aseguré que las había visto allí el día antes y me contestó que
eso era imposible, que tal vez me distraje mirando las pantallas de
las televisiones de la tienda de electrodomésticos de al lado y me
confundí. No sé qué pensar porque hasta las etiquetas en las que
dice Made in Bangladesh son las mismas.
Rosario Raro
3 comentarios:
Vaya, vaya, que orgullosa me siento de estar entre tanta indignación compartida y tan bien expresada. ¿Os confieso una cosa? Tengo a mi padre hospitalizado, sufre las carencias de la sanidad pública y tengo una hija en Francia que no volverá.
Rosario: que no te hemos leído todavía.
Un beso primaveral para todas y todos.
Rosa Miró i Pons
16 de mayo de 2013 01:48
Mucha tela hay aquí, me la voy a leer muy despacio.
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