Santiago Posteguillo
Santiago
Posteguillo (Valencia, 1967), lingüista y doctor europeo por la Universitat de
València, es profesor de Literatura Inglesa en la Universitat Jaume I. Ha
estudiado literatura creativa en Estados Unidos y es autor de la “Trilogía de
Escipión”, formada por Africanus, el hijo
del cónsul (2006), Las legiones
malditas (2008) y La traición de Roma
(2009); y ahora trabaja en la “Trilogía de Trajano”, de la que lleva publicados
Los asesinos del emperador (2011) y Circo Máximo (2013).
Además, se ha aproximado a la crítica
literaria con La noche en que
Frankenstein leyó el Quijote (2012) y La
sangre de los libros (2014).
Santiago Posteguillo es un
archiconocido escritor y entusiasta de la literatura, así como excelente
crítico sin prejuicios —cuyos gustos no se casan ni con modas ni con
ideologías—, capaz, por tanto, de incluir entre sus preferencias a autores
anatemizados como Salgari o Dionisio Ridruejo.
Para los que hace décadas se
aficionaron a la historia de Roma con los textos de Indro Montanelli,
sumergirse en las sagas de Santiago Posteguillo es un afortunado reencuentro y,
sobre todo, un placer que perdurará, pues la pluma de este autor no ha dejado
de correr.
Su primer libro: una lectura de Africanus, el hijo del cónsul
La historia de Africanus, el hijo del cónsul (Ediciones
B, Barcelona, 2011) nos traslada al Imperio Romano dos o tres siglos antes de
Cristo, y revive un tiempo en el que la estrategia y la mecánica resolvían conflictos
entre pueblos cuyo destino era el de ejercer la fuerza sobre otros o el de
dejarse dominar. El mundo conocido era, como hoy, un tablero disputado por
grandes potencias que pillan en medio a una peonada a la que le está reservado,
a pesar de su intocable fervor nacionalista, un papel de comparsa. De entonces
nos quedan palabras sugestivas como Macedonia, Cartago y, por supuesto, Roma,
que van más allá de citar territorios fluctuantes y nos instalan entre los
flancos de la historia y de la leyenda.
Enfrascado
en la lectura de Africanus, uno se
acuerda de las traducciones de Tito Livio o de las conquistas de César y no
puede más que preguntarse ¿Por qué entonces nos aborrecían aquellos textos
indigestos y ahora disfrutamos con esta lectura renovada? Quizá sea el arte de
contar, que aquí va trenzando los capítulos dedicados a Aníbal y a los suyos, con otros referidos a la esfera
romana del “hijo del cónsul” y a sus antecesores, y, en ocasiones enfrenta
ambos mundos, pues del conflicto, de la crisis, habrá de renovarse Occidente.
Uno
vuelve a asistir a la conquista de Sagunto, que trasladó al teatro el
valenciano Manuel Vidal y Salvador en el siglo XVII, a los altercados junto al
lago Trasimeno, al paso de los Alpes, y llega a sentirse como dentro de un videojuego
en el que solo le está permitido observar en primer plano la batalla entre la
razón y el azar.
No
todo es arte de la guerra y cronología de cónsules en el libro de Santiago
Posteguillo. Hay numerosos momentos dedicados a trazar la humanidad de los
personajes y a describir en qué mundo consuetudinario se desenvuelven. No todo
son faláricas contra torres de asedio. No todo es cine: sobre todo hay que
demorarse en la minuciosidad del espacio y de los personajes. Así, el héroe lo
es no sólo por su fuerza, sino también por su formación, como se hace ver en el
siguiente comentario: “Ha leído mucho, ha leído mucho. Algo habrá aprendido en
todos esos volúmenes de filosofía que colecciona y que me va entregando poco a
poco” (210).
Tras
la estrategia bélica y el entramado historiográfico, entre las biografías de
cónsules y pretores hay lugar para el protagonismo del teatro (19-24) y la vida
y la obra la del que será Plauto (465, 549-560, 652-656, 678…). Gracias a ello
y al deseo de quitar hierro a la batalla, asistimos al estreno de Asinaria (456-479) y a la adaptación del
género tragicómico (576-578). La relevancia del teatro sirve sobre todo como
anticlímax y “dis-trae” al lector en los momentos de tensión bélica con jugosos
episodios cómicos. El teatro no es aquí una excusa de relleno, es un “recurso
narrativo” que, además, constituye un regalo impagable.
A
pesar de lo extenso del libro, Posteguillo practica la síntesis en momentos en
los que bien podría abundar en detalles, por ejemplo en la caracterización de
personajes: “Marcio bebió con ansia, igual que hacía todo en su vida: luchaba
con ansia, discutía con pasión, rezaba a los dioses con intensidad” (573). Queda
espacio para un humor que nos trae hasta hoy y al lenguaje del cómic: “Están
locos estos romanos” (623), pero aquí en vez de en boca de galos lo está en la
de cartagineses. Y también para las ricas descripciones metafóricas: “En el
frío del amanecer, los ollares del caballo de Aníbal despedían un vaho espeso
que ascendía hacia el cielo como presagios de almas que se desvanecen” (521),
todo un avance del trasiego luctuoso que recorre el libro.
Africanus, el hijo del cónsul
de Santiago Posteguillo, casi treinta años después de su primera edición, sigue
siendo un libro fresco, interesante y conmovedor, que continúa con Las legiones malditas y La traición de Roma para formar su
primera trilogía, la de “Escipión”.
Leer lo leído: La noche en que Frankenstein leyó el Quijote
y La sangre de los libros.
Subtitulado como “La
vida secreta de los libros”, en La noche
que Frankenstein leyó el Quijote (Planeta, Barcelona, 2012) Santiago Posteguillo
nos informa del alivio de clasificar los volúmenes por orden alfabético gracias
a Zenodoto; de la herencia dublinesa, y a su vez vikinga, en la literatura
(Shaw, Joyce, Swift, Stoker, Yeats…); del anonimato del Lazarillo como dato fundamental para su éxito literario; de
Shakespeare como pseudónimo de Marlowe; de Cervantes preso en Sevilla; del
triunfo y decadencia de Walter Scott; de Auguste Maquet, “negro” de Alexandre
Dumas; del discurso en verso de José Zorrilla en la aceptación de su entrada en
la RAE; de la influencia del Quijote en Frankenstein; de las peripecias en la
publicación de las primeras novelas de Jane Austen; de la relación entre la
ludopatía y la escritura en Dostoievski; del nacimiento de Rosalía de Castro;
de la difusión de los libros de Dickens; de la no concesión del Nobel ni a
Guimerà ni a Galdós; de la posible “muerte” de Holmes por Conan Doyle; de las
experiencias bélicas de Raymond Chandler; del legado de Kafka; de los
vericuetos de Tolkien y los derechos de autor de su libro; de Saint-Exupéry y
la aviación; del Archipiélago Gulag
de Solzhenitsyn; del carácter profético de las novelas de Jules Verne y en
particular de París en el siglo XX;
del pasado de Anne Perry y otros “escritores delincuentes”; de las peripecias
en la publicación de la saga Harry Potter de J. K. Rolling; y, cómo no, del
libro electrónico.
En
cada uno de los capítulos deja unas líneas para que el aficionado a la
literatura descubra de quién está hablando —recurso que también empleará en su
próximo libro de comentarios literarios—, aunque a veces “estira” la
introducción para aumentar la expectativa del reconocimiento, como en los casos
de Walter Scott y de J. K. Roling.
Y
si en todos los argumentos uno no encuentra un motivo para leer este libro es
que desconoce hasta el secreto del abecedario.
En
La sangre de los libros (Planeta,
Barcelona, 2014), Santiago Posteguillo parte de la afirmación de que “la buena
literatura de verdad, la que nos hace palpitar, la que nos emociona y nos
transporta a otros mundos, la que nos parece más real que la realidad misma es
la que está escrita, palabra a palabra, verso a verso, página a página, con
sangre en las sienes, en manos del alma.” (9) A partir de aquí, el autor
propone en este texto la lectura de
algunos clásicos a través de la historia de la escritura. Las narraciones de
los capítulos nos sorprenden tanto a quienes desconocen la anécdota referida y
disfrutan comprobando su acierto, como a quienes, no sabedores del episodio, se
deleitan con el desarrollo temático y la presentación argumental del dato
histórico comentado.
Así
pues, sabemos de la importancia de la “recuperación” de los clásicos para el
Renacimiento (Cicerón) o para la
conservación de obras capitales de la poesía (Virgilio) y de la sabiduría
política (Séneca). También se evalúa el rescate de manuscritos extraviados
(Dante), el desarrollo de la imprenta; o la perplejidad que causa la vida de
algunos autores (Lope de Vega), de la relación entre las letras y las armas
(Calderón de la Barca) y del ingenio (Quevedo). Siguiendo con la exposición
cronológica, se comprueba la relación entre el mar indómito y la poesía
romántica (Coleridge y Espronceda), la defensa en la literatura de lo
precedente (Víctor Hugo), la relación entre la energía femenina (Balzac) y el
monólogo interior (Joyce), los duelos (Pushkin), el tesón en la escritura
(Charlotte Brontë), las investigaciones policiales (Voltaire y Poe), la
trasgresión gramatical y ortográfica (Emily Dickinson), la importancia de la amistad
en la difusión de los textos de amigos (Bécquer), el testimonio de lo vivido
(R. L. Stevenson), la realidad de la ficción y la inspiración de un título
(Bram Stoker), el sexo y la moral ( D. H. Lawrence), las penalidades de un
escritor (Emilio Salgari), los prejuicios de los editores y de los críticos
(Pessoa), el primer best seller en
español (Vicente Blasco Ibáñez), el prestigio sin disfrute económico (Robert
Graves), el misterio (Agatha Christie), la integridad política (Dionisio
Ridruejo), el exilio y el arraigo lingüístico (Elías Canetti), la ficción más
allá de la realidad (Ángeles Mastretta), las cubiertas del libro (Justine
Labastier) y la relación entre las letras, la vida y la ciencia (Asimov).
En
resumen, con el acercamiento a la obra de Santiago Posteguillo, se es
consciente de tener entre las manos no sólo una montaña de datos históricos y
biográficos, sino también el auténtico fluir magmático de la literatura y de
las sabias reflexiones que de su caudal se desprenden.
PASQUAL MAS
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