La casa del acantilado
Allí está en lo alto del precipicio. Ya falta poco para llegar, las
piedras del fondo se van viendo con nitidez. Está más nublado que
de normal y esa luz grisácea resalta la fastuosidad de la mansión,
situada a varios cientos de metros por encima de nosotros. Al llegar
al embarcadero me bajo rápido de la barca, no me atrevo a mirarle a
la cara, sin articular palabra empiezo a adentrarme en la arboleda
hasta el camino que me llevará al caserío.
Es un camino ascendente y pedregoso, por unos tramos es sombrío a
causa de la excesiva vegetación y por otros es resbaladizo debido a
la humedad. Recorre la cara más escarpada y angosta del acantilado
hasta alcanzar su extremo superior opuesto.
Llego arriba con la sensación de estar en una nube, algo mareado
tanto por la altura como por la falta de aire tras el recorrido. En
todo momento he sentido que no estaba solo y aunque miraba a mi
alrededor, no había nadie. Un susurro, como un canto de sirena, me
atraía hacia aquí. Ahora lo único que oigo es ese graznido
insoportable de los cuervos que revolotean alrededor del árbol
cercano a la casa. A medida que me acerco se dispersan hasta
desaparecer y vuelve la calma. Parece muerto y sus ramas forman
sombras y caras fantasmagóricas, como si de un cuento de Tim Burton
se tratara. Desde aquí se perfila el enorme saliente de vértigo a
modo de balconada suspendida, que le da el aspecto de un gran mirador
al infinito.
Este paisaje es completamente distinto: desértico y desolado. La
brisa acaricia la hierba seca como si la peinara. Una vez frente a la
casa, la contemplo deslumbrado a la vez que atemorizado; un postigo
medio descolgado golpea la pared; los cristales de la ventana están
desperdigados por todo el soportal; desconchones de pintura en la
fachada. Súbitamente un gato negro sale despavorido de la otra
ventana como si le persiguiera el diablo.
Me decido a subir los escalones de madera que crujen con cada pisada;
el tiempo ha hecho mella en el caserón. Al acercar la mano al pomo
de la puerta, ésta se abre dejando sonar sus bisagras oxidadas. Ya
en el interior observo la decadencia de la construcción, las paredes
manchadas y con grietas a causa de las goteras, el entablado de
madera carcomido, puertas atrancadas por los cascotes del techo… A
través de un pasillo llego a un habitáculo muy amplio, con grandes
ventanales, algunos con cortinas raídas y ajadas por el viento;
parece ser la zona del voladizo. En una esquina, sobre una sucia
butaca, una muñeca despeinada y rota parece esperar mi vuelta al
hogar. Me acerco a uno de los ventanales desde el que diviso la
panorámica del lago por el que he venido hasta aquí y a lo lejos,
Caronte, el Barquero de la Muerte vuelve a su averno.
De repente las paredes empiezan a desvanecerse. El suelo bajo mis
pies va desapareciendo. Me desplomo. Me agarro a los tablones que aún
quedan cogidos. Se van soltando. Me cojo de uno y luego de otro
mientras siguen cayendo. Resbalo. La muñeca se ha convertido en un
espectro horrible que viene a por mí; no quiere perder otra alma.
Estoy aterrado. A medida que se acerca me voy soltando y
precipitándome al abismo. El pánico me bloquea. Caigo al vacío.
Grito. Por mi mente pasa toda mi vida en segundos. Me desespero. Me
falta la respiración. Me acerco estrepitosamente a las piedras de la
orilla del lago.
Me despierto alterado, asustado y con sensación de ahogo, empapado
en sudor frío. Mi mujer no se ha enterado de nada. Sueño demasiadas
veces con lo mismo y cada vez estoy más cerca de estamparme en el
fondo del despeñadero. Estas heridas son más profundas que las
anteriores. Presiento que la próxima vez me despertaré demasiado
tarde.
José Luis Climent
EL
ARRULLO
Era
media noche. Mi hijito dormía en su cesto. Lo veía desde la
posición más alta en la que coloqué mi cabeza en la almohada. A mi
derecha Jyden John, me daba la espalda. Observé los caracoles negros
de sus cabellos. Desprendía calor y una sexual animalidad que me
hacía desear muchos más hijos, sin embargo, ningún día de
matrimonio era tranquilo. Su carácter enigmático me producía
ansiedad.
Sobre
la mesilla, la luz del quinqué mostraba la habitación en penumbra,
la cara de mi niño y su pequeño tórax moverse arriba y abajo al
respirar. Noté el sueño posarse sobre mí como un gran sudario
húmedo. Me sentía débil y quise tocar la espalda de Jyden para
asirme a la realidad pero fue inútil; la modorra paralizó mis
músculos hasta incapacitarme. Desde los pies de la cama, una
presencia vívida me amenazaba. De una zancada subió a horcajadas y
me aplastó el pecho mientras se restregaba sin medida, como un
sátiro. Una sensación de peligro y maldad empacaron la alcoba hasta
confundirla con el abismo. Oí entonces fricar las sábanas del bebé
al moverse y miré; una maraña de hilos gruesos negruzcos se retraía
de su faz como las lombrices del fango marino. No podía gritar, mi
agitación despavorida no surtía efecto.
Por el pasillo, una muerta trasteaba y hacía ruido, reconocí su
cadencia al caminar, era mi madre que se presentó bajo el vano de la
puerta, se llevó las manos a la cara y movía los dedos como las
patas de una araña cuando arde. Jyden John se levantó como un
autómata y fue hasta el pequeño. Lo tomó y alzó una especie de
gorgojo enorme que perforó el arrullo que lo envolvía con unas
espinosas patas que se movían en oleadas. En la puerta, mi madre,
frenética, había aumentado la velocidad de sus dedos y sus labios
formaban vocablos ininteligibles.
El
abdomen de Jyden era un hervidero de escolopendras por donde, lo que
fue mi hijo, se introdujo entre siseos y rumores sin mensaje
identificable hasta desaparecer. Impasible, Jyden, se acercó a mi
cuerpo inerte, abrió las palmas de mis manos y puso en ellas lo
único que quedó de mi retoño, el arrullo.
María José Senent.
Noviembre de 2013.
ANGUSTIA
Se
acostó tarde. El nerviosismo no la dejaba conciliar el sueño. Su
mente no se relajaba. Los pensamientos la golpeaban una y otra vez y
sus sentimientos conseguían transmitir un dolo inmenso directo al
corazón. El mismo cansancio logró que cayera en un profundo sueño.
Abrió
los ojos, el día se había abierto paso y la luz entraba por las
pequeñas rendijas de la persiana, bajada la noche anterior para
evitar precisamente eso, que la luz invadiera su espacio, ese espacio
tan oscuro.
Permaneció
con los ojos abiertos con la mirada perdida, notó que la respiración
se le entrecortaba, le faltaba el aire, su estómago parecía haberse
encogido hasta el tamaño de un botón, su garganta se cerraba en
espasmos y en sus ojos se reflejaba una gran tristeza. No quería
levantarse, solo el pensarlo le causaba pánico, angustia, ansiedad.
Ante ella apareció la imagen culpable de todas aquellas sensaciones.
Empezó a sudar. Las lágrimas resbalaban lentamente por su rostro.
El llanto no tenía sonido. Sabía lo que le esperaba. Sentía que
una vez más no iba a ser correspondida. Se había enamorado.
*****
Abrió
los ojos, la luz entraba por las pequeñas rendijas de la persiana.
Varias lágrimas resbalaban por su mejilla. Sabía que no iba a ser
correspondida. No lo podía soportar más.
Se
levantó, salió a la luz de su balcón y… saltó.
Sicilia Nuño de Haro
El
campamento de la injusticia
Se
encontraba indignado. A pesar de la insistencia general, la situación
no mejoraba. Habían transcurrido varias semanas desde su llegada. El
lugar no le gustaba, pero tampoco le habían dado elección.
Habían
construido un campamento alrededor de la zona. Quizá creyeron que
acabarían cediendo a sus pretensiones si apreciaban su lastimosa
situación. Los de su condición nunca estarían bien vistos, a pesar
de que ni siquiera habían deseado su existencia.
Junto
a él se debían encontrar miles de robots más. Todos habían sido
usados de forma conveniente por los humanos y desechados cuando su
utilidad finalizó. Aún así, no se les permitía la entrada.
Contempló
al vigilante de la puerta. Su barba y su vestimenta lucían tan
blancos que parecían brillar. No tenía culpa alguna, pues solo
seguía las órdenes de su superior.
Desconocía
si algún día les dejarían acceder al recinto. Se había creado un
gran debate interno al respecto. En el cielo todavía no se podía
considerar que los robots poseyeran alma.
Yo:
He tenido un accidente de coche. No ha sido grave, pero me duele el
cuello. He ido a mi médico de cabecera y me ha recomendado que
asista a terapia para la recuperación. Así que necesito tu ayuda.
Agente:
De acuerdo, ¿cómo puedo ayudarte?
Yo:
Quiero que busques especialistas que me puedan tratar en un radio de
10kms desde mi casa.
Agente:
Si quieres, junto con el listado de médicos, puedo averiguar la
reputación de cada uno de ellos.
Yo:
Me parece estupendo. Además, intenta cuadrar sus horarios de
disponibilidad con mi agenda, a ver si encontramos una cita que nos
venga bien a los dos.
Agente:
Muy bien. En cuanto tenga algo te aviso.
Pasado
un tiempo mi agente me dice lo siguiente.
Agente:
He encontrado tres propuestas para tu petición: la cita con el
primero sería para dentro de dos semanas; para ver al segundo
tendrías que conducir más de tres horas; y luego, hay un tercer
médico que tiene una excelente reputación, y tiene huecos en su
agenda, que coinciden con los espacios libres de tu agenda, para esta
semana.
Yo:
Perfecto. La tercera opción es la mejor.
Agente:
Con el tercero puedo negociar un descuento especial.
Yo:
Vale. Entonces, negocia el descuento y realiza todos los pasos
necesarios para concertar cita.
Amigo:
¿Cómo va tu dolor de cuello? ¿Has encontrado ya algún terapeuta
para que te atienda?
Yo:
No, mejor aún. Me he bajado una aplicación de Google
Store que se llama Agente. Se encarga, entre
otras muchas cosas, de realizar búsquedas en internet por ti, de
cuadrar tu agenda con las de otros profesionales, de negociar
tarifas, etc. Todo ello en cuestión de segundos.
Nota.
Este escenario puede que sea una realidad cuando la investigación
actual en el campo de la Web Semántica avance lo
suficiente.
¡Mami,
mami!, ¿y el árbol y las lucecitas?, ¿y las bolas rojas y las
verdes?, ¿y los calcetines, y… y…? Para, César, para…cariño,
poquito a poco; mañana por la tarde lo sacaremos todo del trastero y
lo montaremos, ¿vale? Vale… mami… ¡hope…! yo quería hoy…
Hoy no podrá ser… tenemos que ir a la competición de “sincro”
de tu hermana. ¡Uf, vaya rollo, mami!
¿Sabes
qué, mami?, la abuela dice que si estás muy quietecito al lado de
su chimenea el día antes de Nochebuena, puedes ver a un reno por la
ventana, y que es amigo suyo, y si sales después al patio, ves en la
nieve las marcas de sus patas y… escuchas los cascabeles… y… y
Helena dice que es mentira. ¿Mentira?, ¿ha dicho eso tu hermana,
qué es mentira?, ay, ay... ya hablaré yo con ella… ¿sabes una
cosa, César?, los renos se sienten aquí, en el corazón y si
cierras los ojos muy fuerte muy fuerte y piensas lo voy a ver, lo voy
a ver, pues, va, y lo ves, y hay veces que casi le puedes tocar. ¿A
sí, mami? Claro, igual que tu hermana siente el color rosa, las
mariposas en el estómago, el amor... tú puedes ver el reno y yo
también. Ya verás, mañana iremos a casa de la abuela y te lo
demostraré.
¡Ostras,
mami! un poco más y lo veo. Ves, ya te lo decía yo; tú, casi lo
ves y yo, lo vi. ¿Y por qué Helena dice que es mentira? No le hagas
ni caso, mañana te aseguro que lo verá, igual que el papi, los
primos y esos vecinos a los que les está pasando tantas cosas,
pobrecitos… Vale, mami, será nuestro secreto hasta mañana por la
noche. ¡Chis!,
no se lo digas a nadie, ¿vale? ¡Vale!
Un
reno, un reno… a quién se le ocurre decirle que va a ver un reno;
vale que el niño es pequeño y pesado, pero, no está bien que se
le mienta de esa manera, ¿me entiendes, no, Anna?, mi madre flipa…
¿en serio te ha dicho Marc que yo le gusto? Tía, que sí.
¡Helena,
cuelga ya el teléfono, y dúchate! Voooooy… pesada. Oye, oye, no
está bien que me contestes así, jovencita, vaya ejemplo para tu
hermano. No será el mejor ejemplo, pero… decirle que va a ver un
reno... je, je… me parto, tampoco es que sea muy... Le he prometido
que lo verá y lo verá. El resto del mundo no tiene la culpa de que
tus ojos solo vean a Marc.
La
expedición está ultimando los preparativos sin importarle los
treinta y nueve grados bajo cero que marca hoy el termómetro
exterior; a veces nuestro vaho es tan grande que no vemos nada. Hay
un par de compañeros de viaje, un poco más mayores que yo, que no
paran de cornearse mientras miran a no sé quién y a mí no me gusta
nada. Mañana es mi primera vuelta al mundo en veinte y cuatro horas
y me siento raro y emocionado; ojalá viniera en la misma troika mi
vecina Aniatsirt; en mi hoja de ruta dice que primero pasaremos por
Haití, luego por Filipinas y finalmente por Palestina; poco a poco
los ayudantes del señor gordito de la barba blanca —este año hay
novedades: visten de verde— van dejando listos todos los deseos en
los trineos.
Todavía
no se ha dado la orden de salida; no debe faltar mucho, me muerdo las
pezuñas… me balanceo; con las patas de atrás hago dibujos en la
nieve; tengo ganas de correr, mi aliento pinta estrellas en el aire…
¿Y
tú, quién eres? ¿Yo?, yo soy Siro, el reno nuevo, ¿y tú? Yo soy
Polux, el nieto de Blitzen uno de los renos del señor gordito; mi
familia trabaja todas las navidades con él; mi papá dice que estos
dineritos extras van siempre bien, y encima das la vuelta al mundo en
un día, es total, ya verás, ven, corre y te diré quiénes son los
renos que van en el trineo principal; mira son aquellos, ¿los ves?
Sí, sí. Se llaman: Donner, Vixen,
Cupid, Comet, Dasher,
Vondín, Dancer, Prancer y Rudolph; están un poco viejetes pero
todavía es pronto para andar pensando en sustituirlos, aunque no me
importaría, ¿sabes?, además, una vez llegas a la troika principal,
puedes escoger la mejor “rena” de la manada. Mira, ya nos llaman,
¿oye, cuántos cascabeles llevas, tú?, estamos a punto de partir,
ay, ay... ¡tomaaa! ¿Y dónde vas tú, Polux?, yo doy una vuelta
tremenda pues primero voy a Etiopía, Zimbabue, Guinea Ecuatorial y
Eritrea y después subo hasta Europa a un pueblecito que nos han
marcado en la hoja de ruta a última hora, cerca de los Pirineos;
vamos en misión especial a casa de un unos vecinos de un niño que
se llama César.
—Nos
vemos mañana por la noche y me cuentas como te ha ido, ¿ok?
—Ok,
Polux, feliz Navidad
—Feliz
Navidaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, Siro
Jojojojojo…
ning-ning, ning-ning, ning-ning, ning-ning,