Martes 14 de octubre de 2014
18.00 horas.
Aula Magna de la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales
de la Universitat Jaume I
Conferencia Inaugural
del curso de Escritura Creativa "Escribir lo que imagino"
a cargo de Juan Pedro Aparicio
con el título de Mirando la vida: memoria y literatura
SOBRE EL AUTOR Y SU OBRA
Cuatro
calas en la narrativa de Juan Pedro Aparicio
La
trayectoria narrativa de Juan Pedro Aparicio (León, 1941), Premio Castilla y
León de las Letras 2012, se inició en
1975 con El origen del mono y otros
relatos y se confirmó con Lo que es
del César (1981).
Junto a Luis Mateo Díez y a José María
Merino ha recorrido numerosos centros culturales de todo el mundo “hilando relatos
en filandones”, en una labor de rescate de esta tradición leonesa.
Juan Pedro Aparicio quedó finalista en
el Premio Nacional de Literatura con El
año del francés (1986), novela en la que se confunden mundos de manera
especular: la realidad y la ficción, la calle y el cine, el pasado y el
presente, el extranjero (Australia, Inglaterra) y una ciudad de provincias o la
parte de acá y la de allá del río. Esta duplicidad de visiones se cruza de vez
en cuando y asistimos a pasajes en los que no se sabe muy bien si el narrador
de la actualidad cuenta lo “antiguo” o el narrador del pasado escala hacia el
presente; incluso los personajes perciben esta suerte de magia narrativa:
“Álvaro nos ha metido a los dos en su libro en una noche como esta” (276). Este
ir y venir entre la realidad y la ficción está aderezado de calas
metaliterarias —un personaje, Álvaro Miranda, que proyecta la escritura del
“Libro de los grillos del alma”—, conexiones de abundantes notas realistas con un mundo
fantástico y medieval, o con referencias literarias —“Alvarín, compañero del
alma, compañero” (85)—, o cita a autores como Unamuno al mismo nivel que a
personajes como Gregorio Samsa o Bellido Dolfos. Y toda esta suerte de enredos
estalla gracias a la aparición de un francés, Violet-le-Duc, que no es otra
cosa que un hispanista, que también intenta hilvanar una historia sobre la que
investiga, que se lanza en paracaídas desde lo alto de las torres; será este hecho
improbable el que abrirá la ficción que sale a flote y provoca la narración de
los hechos que envuelven a los personajes, tanto a los del pasado como a los de
la actualidad.
En 1989 ganó el Premio Nadal con Retratos de ambigú, aleando la realidad
de una ciudad de provincias con la fantasía que su mitología particular genera.
En esta ocasión la historia gira entorno a dos focos, el primero relacionado
con las industrias cárnicas en manos de los Mosácula y sus conflictos con
Sanidad; el segundo con el proyecto del alcalde Polvorinos, por encontrar en la
Patagonia al futbolista Chacho. Subyace la corrupción política, la guerra
civil, el caciquismo, el chantaje, todo bajo las sábanas de leyendas
futbolísticas que no conviene tocar para que el pueblo siga obnubilado por
sueños que no le dejan ver la realidad: lo importante es quién vence el partido
de fútbol: todo tan lamentablemente actual.
La voz del narrador se mezcla con la de
los personajes, en cuya oralidad sube enteros el libro que aprovecha para poner
en el foro de forma polifónica la realidad del pueblo entrelazada con las fugas
sobre el futbolista desaparecido. Es precisamente la filiación oral de la prosa
lo que constituye la narración y la dota de una pátina entre confesión y
cotilleo que refresca la lectura.
De nuevo la narración fluctúa entre el
presente y la leyenda del pasado; y también aquí se amplía esta dualidad con la
ficcionalización de algo relacionado con lo ocurrido, esta vez no a través de
un libro –como en El año del francés—
sino de una película sobre el Rey Bueno. Las historias en planos diferentes no
hacen más que entrelazarse y arrojan una visión de pretendida totalidad que
hace del lector un juez con la perspectiva de tener a mano lo que ocurrió, lo
que ha ocurrido, lo que ocurre y lo que se desea que ocurra.
Sigue con su costumbre de homenajear a
otros autores —“El mar. La mar” (231), “¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?”
(174) —, e incluso a sí mismo (211), pues aparecen referencias a personajes de El año del francés (Bienzopas) y a la
recepción del libro, y hasta discusiones sobre la idoneidad del título “Relatos
de ambigú” (178-179, 212).
Desde entonces la carrera literaria de
Juan Pedro Aparicio se ha engrosado con diferentes títulos, entre los que
destacan El viajero de Leicester
(1998) y, últimamente, Nuestros hijos
volarán con el siglo (2013).
El
viajero de Leicester es una novela enmarcada, de estructura de caja china,
en la que alguien se dispone a contar lo que antes le han contado. El marco
sirve para ubicar y para justificar la
narración en segundo grado (19-138), en la que un personaje se ve envuelto en
una serie de alucinaciones y situaciones fantásticas, en parte provocadas por
el consumo de alcohol y de estupefacientes. El continuo entrar y salir detrás
del espejo lleva al personaje a intentar desenvolverse en el filo de la
perplejidad, pero permanece “enganchado” a lo fantástico y su deriva por Lot
—es decir, León— se convierte en un recorrido terrorífico por la simetría y las
casualidades. Nada asusta más que las coincidencias inesperadas: buscar a una
tal Cristina, encontrar a una niña que promete contarle cosas sobre ella y a un
escritor convulsivo que encabeza su escrito con la palabra “Cristina”. La
realidad de la ficción y la fantasía se funde así en un delirio de reflejos y
de sombras ambulantes.
En Nuestros hijos volarán con el siglo Juan Pedro Aparicio escribe una
novela de acción contenida, como corresponde a una obra que pretende pasar por
fruto de la Ilustración, en la que lo que importa es la deriva del barco en el
que viaja Jovellanos, pues esta se revela, según su protagonista, como símbolo
de la España del momento: “Nuestra travesía —afirma— no era por el espacio,
sino por el tiempo: avanzábamos hacia la muerte” (102), y de ahí que observe
“el tácito paralelismo que sin pretenderlo había establecido entre nuestra
zozobra y el drama del país” (119). Apenas una refriega con ingleses y una
tormenta es lo que llena la primera parte de la novela en la que la ausencia de
acción acelerada (tan solo un accidente, unas peleas, alguna caída al mar…)
posibilita la evocación y el pasar cuenta a la biografía de Jovellanos, sus
estudios, sus escritos, su postura frente al rey José, su relación con Godoy,
su exilio en Mallorca y, con todo, el relato gana en anécdotas y vence la
monotonía de una singladura que había de ser de horas y acaba siendo de días.
La frase “Nuestros hijos volarán con el siglo” (239 y 246) la pone el autor en
boca de un polaco, Bogdan, que pretende casarse y hacer que el naufragio sin
víctimas del emblemáticamente llamado “Volante” arroje un material humano,
nuevo, fruto de las “luces” que habrá de construir la nueva España.
En la segunda parte, la novela viene
a la actualidad, al profesor recién llegado a Londres, Carlos, para dar clases
de Literatura Española en el Colegio de España, y cuyo proyecto más inmediato
es escribir una novela sobre Jovellanos. Aparicio, rejuvenece el texto
narrativo con este tenue giro experimentalista en el que da cabida a la
complejidad de las relaciones humanas hoy en día al tiempo que repasa el legado
de algunos hispanistas.
La narrativa de Juan Pedro Aparicio
nos lleva por un laberinto de ficciones entremezcladas con escenas verosímiles
sin dejarnos ver cuál de los dos campos es el que sostiene el peso de la realidad.
Echa mano de la historia del reino de León para enfrentarla a lo inglés en
diferentes momentos de la Historia, como si pretendiera hacer ver la diferencia
entre la “barbarie” sostenida en el sueño de lo que fue un Imperio, frente al
progreso. No solo, por tanto, es la España de Jovellanos frente a la de Holland
como en Nuestros hijos volarán con el
siglo, sino también es una realidad mucho más próxima: dos personajes de
León se encuentran en un tren que va de Londres a Leicester y uno le ofrece al
otro un relato alucinante de un espacio común, quizá la única manera de
enfrentarse a una realidad que mira más al pasado de lo que debiera.
PASQUAL MAS
Escribir es en este momento la labor manual que realizo mientras me dispongo a hilar mi filandón, o a filar mi hilandón, a contar, anécdotas, historias que se pretenden de mayor enjundia, cotidianas o fantásticas, pero no por esto último menos veraces. Tienen en común que forman parte del trayecto compartido con Juan Pedro Aparicio y como las tengo tan presentes son al mismo tiempo origen y destino.
Gilles Deleuze señalaba a propósito de su lectura de La Bête humaine de Émile Zola que para este novelista francés la locomotora no era tan solo un objeto, sino un símbolo épico. En el farwest, tan frecuentado por Gary Cooper, quien en sus películas anda igual que Juan Pedro Aparicio, los trenes irrumpían por primera vez con su potencia colosal, medida con mucho agravio en caballos, para atravesar montañas rocosas, alcanzar horizontes lejanos, seccionar colinas encantadas y superar valles de sombras.
En la península o en el lejano oeste, el ferrocarril funcionó como el dios surgido de la máquina, el deus ex macchina, porque provocó un giro en el argumento. Fue la cremallera que cerró todo un tiempo, y una forma de entender la vida, la que giraba en torno a los cowboys y su manejo del ganado.
Aquí hubo una vez dos trazados ferroviarios, el de La Robla y el de Sierra Menera. “Los penachos de humo”, dice Juan Pedro y la piel se eriza al evocarlos dentro de la trinchera entre la nieve de Puerto Escandón o Mataporquera. En la península se tituló progreso industrial.
Uno de los prodigios de Juan Pedro Aparicio, tiene que ver con todo esto, porque resucitó en mejores condiciones de las que estaba, al tren de La Robla y lo rebautizó como el Transcantábrico. Ambos trazados, el conocido popularmente como de Ojos Negros, porque arrancaba del municipio del mismo nombre en Teruel, y el del norte, delineaban con carbón el paisaje para alcanzar las fraguas, los Altos Hornos del Mediterráneo en el Puerto de Sagunto o las factorías de la metalurgia de Vizcaya.
De la misma manera que los ríos, los trenes tienen estructura de filandón, de conversación junto al fuego, de velada en la que se hilan historias, se engarzan escenas y se presenta a los demás a nuestros personajes favoritos. La sintaxis de los ferrocarriles se articula en torno a los viajeros, sus vivencias y sentimientos, las estaciones y su trasiego son los elementos nucleares, con el apoyo o el acompañamiento de los apeaderos. Es un lenguaje que también consta de prosodia, el silbato del factor de circulación, o el pitido del tren, enfatizan los momentos más emocionantes.
El escritor leonés lo primero que le hace sentir a una mujer de mis características y sobre todo de mi edad, aquello que se instala en la trastienda de los ojos nada más verlo es la certidumbre de desear haber nacido antes, malgrait tout, las menos libertades, la mucha falta de oportunidades, etc. para compartir con él la misma efervescencia de aquella Facultad de Derecho, el afán por repartir oxígeno, desde los libros o desde la calle. Dice él que cuando las ideas no caen en el vacío y se tienen en cuenta como aporte, como savia nueva, se hace política. Esta ocasión, la lucha contra el anquilosamiento, debido al color de los tiempos, no la considero del todo perdida. En Qué tiempo tan feliz cita a Cervantes: “los que gobiernan ínsulas, por lo menos han de saber gramática” y sigue el filandón, porque esto último también viene al hilo o a cuento.
Suena más grandilocuente que nunca en estas circunstancias, pero a nosotros dos nos une la honestidad. Una vez, mientras paseábamos por una ciudad árabe, romana, pero sobre todo episcopal, el escritor me transmitía cierto entusiasmo y sobre todo mucha sorpresa, por la calidad encontrada entre los relatos presentados a un concurso muy bien dotado del que él era jurado. Sonreí, pero cambié de tercio en cuanto pude; para mí era como transitar por un terreno espinoso porque yo era una de las autoras a las que la espera del veredicto consumía. No necesité mucha paciencia porque nuestros itinerarios fundacionales, que incluyeron una terraza sobre el mar y una estación modernista, engalanada de cítricos de piedra, aligeraron mi desazón hasta el punto de olvidarme incluso de aquel premio y su proceso. Juan Pedro, solo conocía entonces mi nombre, los apellidos los leyó en el acta y volvieron a resonar después, cuando volvimos a vernos entre carcajadas. La misma persona, decía.
En otra ocasión llegó acompañado por un director de cine con quien hablamos sobre la primera mujer de un poeta vasco, convertida en espectro porque en ella se invirtió el orden natural: primero murió y después se fue de esta vida.
Sin embargo, la tarde que recuerdo con mayor cariño fue una que compartimos en una cafetería de ámbar y madera con otras dos personas, Jusep Torres Campalans y Sabino Ordás. El primero sacó de su cartera una fotografía con Picasso y el segundo se apresuró a hacer lo mismo. Si apareces en una de ellas con el pintor malagueño no solo quiere decir que eres alguien en la vida, sino que existes. Es una prueba irrefutable. Disfrutamos mucho y coincidimos en que eran como niños, parecía el juego del “y yo más”: exilio, riesgo, lecturas…
Guillermo Aguirre, en un magnífico artículo sobre el que ya es el tren de Juan Pedro Aparicio, dice que el conductor de la locomotora conoce el futuro. Se podría añadir que no solo el geográfico porque a fuerza de repetirse las mismas acciones en tantos corazones estas acaban por ser previsibles como un trayecto ferroviario, incluso sus incidentes y accidentes, lo extraordinario, acontece cada cierto tiempo.
Entonces, aquella tarde, tan bien rodeada por Ordás, Campalans y Aparicio, yo aún no sabía, porque no ser maquinista de tren me impide conocer el porvenir, que con el transcurrir de los años -y las estaciones- me dedicaría al mismo oficio falaz que don Sabino, la docencia de técnicas de escritura creativa y que la práctica de la literatura me regalaría muchos más momentos con el escritor.
Concluye ahora este recorrido que me ha transportado hasta La Robla, Guardo, Los Carabeos, Arija, Sotoscueva, Espinosa de los Monteros y Valmaseda, pero también a Ojos Negros, Cella, Santa Eulalia y Sot de Ferrer. Toda mi gratitud es para estas letras filadas que me han permitido pasar de nuevo unas horas contigo.
He llegado a Concordia y Cordura, que no son cualidades, buenas intenciones, ni siquiera potencias del alma sino mucho más, la estación de Bilbao y un lugar en una película de Robert Rossen.
Gracias, Juan Pedro, por guarecerme con tu ejemplo.
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