Lanzó el dado como un dardo contra la puerta de la iglesia. Se encontraba rabioso. Su solicitud había sido rechazada en un completo desprecio a la igualdad.
Antes, en la taberna, se había mostrado más impertinente que de costumbre y todos lo advirtieron enseguida. Sobre todo Jeremías, que discutió con él en la última jugada y fue el primero en negarse a que arrojara de nuevo el dado sobre la mesa. Solicitó otra oportunidad al ver como su tirada quedaba desbaratada, cuando el punteado cubo, desafiando a las mismísimas ranas, saltó por la mesa varias veces hasta caer al suelo. Su amigo se opuso de lleno, alegando una excusa ridícula.
No era preciso que todos le recordasen que tenían una cita en la sacristía con el párroco a las siete. Lo sabía, pero consideraba que gozaban de tiempo suficiente como para que hubiera intentado una bonita jugada. Tan sólo se trataba de dilatar el juego un poco más.
-¡Por cinco minutos!-, repetía en voz alta, mientras recogía del suelo el malogrado dado.
Unas "manos" anteriores, Miguel lo había lanzado dos veces seguidas y nadie se había resistido. Y sin embargo con él habían hecho una piña de negación.
-¿Acaso no tenía los mismos privilegios?-, se preguntaba.
-¡Por cinco minutos!-, redundaba entre dientes.
Un soplo de aire helado le rozó la nuca y se subió el cuello del abrigo para cubrirse. Caminaba con una mano en el bolsillo y la otra balanceándola de forma castrense sobre el pecho, adivinándole el dado apretujado entre los dedos. Un pinchazo en el pulgar le descubrió el afilado corte que había resultado de quebrarse la porcelana en su guiado impacto contra la puerta de madera.
-Por cinco minutos. ¡Que hijos de puta!-. Airaba.
Aceleró los pasos al ver las banderas del Ayuntamiento desde el umbral de la empinada calle.
-¿No soy igual que Miguel?-. Sondeaba apesadumbrado.
-Por cinco asquerosos minutos-, indicó con amargura. -¡Ahora son ellos los que esperan al cura!-. Sentenció.
Al alcanzar la entrada del edificio, se dirigió al alguacil y sacando la mano que cobijaba en el bolsillo del gabán, le dijo: -Vengo a entregarme. Acabo de matar a tres amigos en la taberna.
El hombre se encogió dentro de su almidonado uniforme azul, mientras observaba perplejo la ensangrentada navaja que le mostraba.
La noticia había corrido como la pólvora y en poco más de media hora, un grupo de vecinos se agolpaba a las puertas del Consistorio. Al alcalde, no le quedó mas remedio que abandonar su despacho para intentar apaciguar los ánimos de la muchedumbre.
-No voy a consentir ningún disturbio-, indicó alzando la voz para que todos le oyeran.
-¡Queremos justicia!-, exigió uno.
-Ésto se veía venir-, aseguraba otro.
-Era una cuestión de tiempo-, expuso un tercero.
En el pueblo todos conocían el desequilibrio emocional que sufría Juan Manuel desde que su mujer le hubiera abandonado por un comerciante de la capital. Su carácter agrio, sus salidas de tono, y esa peculiar forma de dirigirse a los demás, le señalaban como una persona claramente inestable.
El homicida, aparentemente calmado, esperaba sentado en la silla del vestíbulo a que llegara la Guardia Civil. El que lo custodiaba no le perdía ojo, visiblemente desbordado por la situación y ansiando ser relevado en su inesperado cometido.
Mientras, en la calle los ánimos se enardecieron cuando un lugareño señaló: -Ha sido por una partida de dados-. Fue entonces cuando el gentío escupió una andanada de improperios y el ambiente se crispó de tal manera que, ni los conciliadores argumentos del Alcalde lograban sosegarlo.
Las nubes que se habían estado formando amenazantes durante toda la mañana, comenzaron a desprenderse del agua acumulada como queriendo unirse al trágico suceso y en un instante la calle quedó empapada. Aún así, nadie se movió.
Un trueno sonó y todos callaron por un momento. Suficiente como para que se oyese un rumor que, a modo de soniquete, rezumaba desde el vestíbulo; -Por cinco minutos... Por cinco minutos... Por cinco minutos...
Juan Carlos Núñez Mateo.