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Curso 2016/17

lunes, 14 de junio de 2010

CUENTOS DE CINE


Oscuridad Hipodérmica
Laura Roullier

La oscuridad en la noche yankee es un fenómeno imposible, casi tabú: las luces de los rascacielos, las desvergonzadas luces de neón, las luces de los cuatro por cuatro que embisten como jugadores de fútbol americano contra la salud peatonal, y todas esas luces que, reflejadas en las gafas de pasta de nuevos ricos pendencieros, intentan reivindicar con poco éxito un sueño americano en coma.

Obviamente, ella jamás se detuvo a pensar en algo tan trivial como las luces neoyorkinas. La única luz que le importaba era la del proyector: esa luz temblorosa que descubría motas de polvo flotando en la nada, tan débil que desaparecía al acabar la cinta y tan poderosa que permitía contar las más extraordinarias historias. Y Marie (pongamos que se llama Marie) quería ser la más brillante luz del celuloide: quería ser una estrella.

Y lo cierto es que Marie lo consiguió. Marie era guapa, rubia y delgadita, al estilo Hollywood clásico. Además poseía talento, por lo que no tardó mucho en llegar a lo más alto. Pero también hay un hecho innegable, algo que el espejo de la cumbre comenzó a recordarle cada mes, cada semana, cada maldito día: Marie estaba envejeciendo.

Digamos que llegó un momento en el que nuestra protagonista ya no pudo aguantarlo más. No quedaba maquillaje de ballena que camuflara sus arrugas y hasta sus lágrimas sabían a edad, como un mar viejo que se deslizaba a cuentagotas por su demacrado rostro. Lloró sin parar hasta el mismísimo instante en que se acostó sobre la camilla del quirófano.

Horas más tarde, Marie despertaba y su despertar fue como renacer: la espantosa luz blanca de hospital la recibió al mundo de la artificialidad. Aunque le colocaron uno adelante, no necesitaba mirarse al espejo para saber lo cambiada que estaba. Se sentía como si en lugar de grasa le hubieran inyectado autoestima. ¡Comenzaba el segundo acto de la película, el del final feliz!

Marie (ahora, seguro que habéis adivinado su verdadero nombre) fue siendo olvidada de forma gradual. Con esa crueldad tan propia del estrellato, no la tiraron del pedestal sino que la hicieron descender paso a pasito, con zapatos de punta, para poder fotografiar con todo detalle su humillación. Lo último que ella vio fue un fogonazo: la luz de un flash, demente y obsesivo, quemando con descarnado deleite el plástico de su careta.



LA PELICULA DE MI VIDA.
Mar Olmedo

Susana, quería ser artista, desde niña no hacía más que bailar, cantar con un peine en la mano,
y dar conciertos a todas sus vecinas. Marina su madre estaba cansada de oírla todo el día con la misma cantinela, por favor llévame a una prueba, que yo sé que soy buena , a ti que te cuesta, no podía más con ella, así que un día se armó de valor y la acompaño a una agencia. Después de hacerle varias pruebas a la niña, el Director le dijo a Marina que a su hija en un principio no le veía muchas posibilidades, pero que ella daba el perfil perfecto para una película que estaban preparando. La madre quedó perpleja, no sabía que decir, ella que apenas salía de casa, que su mundo era tan pequeño que para ir hoy a la entrevista se había acicalado quizá un poco excesivamente, por la falta de costumbre. La niña asombrada, miró a su madre pensando, que esto no podía estar ocurriendo, la guapa era ella, la simpática y desenvuelta, aballestado preparándose desde niña, no podía ser que su madre tuviera más posibilidades que ella , que les iba a contar a sus amigas, como se iban a reír de ella.
De inmediato la convocaron para una prueba, aunque el papel era pequeño quedaron encantados con su actuación y quedó seleccionada.
De la noche a la mañana, cambió toda su vida, empezaron a rodar en la misma ciudad y Marina se acostumbró pronto a los peluqueros, al maquillaje, a las pruebas. A los pocos meses apenas nadie la reconocía. El sueño se hizo realidad, ella que nunca se había atrevido a soñar. Empezó a viajar, a salir de cenas, a su hija apenas la veía, olvidó completamente a su gris marido y se sumergió en esa nueva vida de brillos y lentejuelas. Cuando estrenaron la película, el coche que le esperaba en la puerta le parecía, la carroza de una "cenicienta", ya madura, pero con muchas ganas de ir al baile. Pisó la alfombra roja y al verse rodeada de tantos actores y actrices tantas veces admirados, pensó en su pequeño piso y recordó a “Scarlett O´Hara” no, no volverá a pasar hambre, no verá las horas pasar.
Tristemente su hija y su marido veían la retransmisión del estreno, Susana pensando que no deberían haber ido a la agencia, su marido viendo a esa Señora tan puesta que una vez fue su mujer, pensó que no la conocía, que nunca le había visto sonreír así, de esa manera tan brillante, ya ni siquiera sentía celos, sólo el desencanto, la resignación.
Nunca volverá, lo vio en sus ojos, el cine se la había arrebatado, ella era ya otra película.




¡MAMÁ, QUIERO SER ARTISTA!
 Elena Torrejoncillo
     Desde siempre tuve claro que, para mí, no había otro camino posible. Según me han contado, desde muy pequeña -yo ni siquiera lo recuerdo- ya me encantaba que me disfrazaran con cualquier trapo, y empezar a cantar y bailar con una gracia especial. Por lo visto era un don innato. Tanto es así que, a la edad de tres años, en la playa, con una toalla a la espalda a modo de capa, y recitando una poesía que había aprendido de carrerilla, sin saber lo que decía por supuesto, empecé a ir de sombrilla en sombrilla declamando. Me fui creciendo tanto ante el éxito obtenido y me alejé tanto de mis padres que, naturalmente, me perdí. De hecho ese es el primer recuerdo grabado en mi mente. No el del éxito, sino el amargo sabor de no saber donde me encontraba, ni hallar puntos de referencia conocidos. No creo que transcurriera mucho tiempo, pero el recuerdo del sol quemando mis lágrimas, se me antoja eterno.

   Sin embargo, este primer revés, no consiguió hacerme desistir de mi vocación. A medida que crecía, ésta iba echando raíces cada vez más profundas en mi interior. Durante las clases en el colegio, garabateaba en cualquier papel o libro, muñecas a las que vestía con sofisticados trajes, para enseguida imaginar que yo era esos personajes. Las clases que más me atraían eran las de Literatura porque, enseguida, me identificaba con las heroínas de las grandes obras. A mi padre no le hacía ninguna gracia esta inclinación mía que tanto me distraía de mis estudios. Mamá, por si acaso, optó por inscribirme a clases de ballet clásico.

   Cuando comencé a ir al Instituto, convencida ya de que la dura disciplina del ballet clásico no era lo mío, lo dejé para apuntarme al incipiente grupo de teatro estudiantil. En dos años solamente conseguimos representar una obra: “La venganza de D. Mendo” de Pedro Muñoz Seca, y, aún así, a medios pelos. No conseguí el papel de Magdalena, la protagonista, porque se lo llevó la niña que, por aquel entonces, le gustaba al director, a pesar de que yo lo hubiera representado mejor, seguro. Pero aquel primer contacto con los aplausos, sirvió para reafirmarme en mi convicción de que esa era mi vocación. Ante mí se presentaba todas las noches una enorme alfombra roja que, al desplegarse bajo mis pasos, no tenía fin.
    Y con esa convicción, al cumplir los dieciocho años me marché a Madrid dispuesta a comerme el mundo. Mis padres, vista mi determinación, me aconsejaron que hiciese  bien las cosas, sin precipitaciones ni atajos que, si bien en principio pudiesen parecer más fáciles y atractivos, a la larga no eran más que una trampa. Una buena base es el secreto del éxito, repetía mi padre una y otra vez. Me convencí de que debía prepararme bien para ser la mejor. Así que me matriculé en la TAI para estudiar Arte Dramático en la especialidad de Interpretación  cinematográfica y TV. Mi objetivo era conseguir la Diplomatura en dos años. Sabía que debería esforzarme mucho, pero no me importaba. Además siempre existía la posibilidad de poder intervenir en algún pequeño papel de alguna serie televisiva y podía ser un modo de empezar a darme a conocer. Estaba segura que, en cuanto algún “cazatalentos” me descubriera, el éxito estaba asegurado.

     Pronto hice amistad con un grupo muy divertido de gente de la escuela. Dejé la pensión, donde me sentía muy sola, para compartir un piso con dos compañeras más. Ellas llevaban más tiempo en Madrid y se movían con soltura por los lugares de moda. Donde están las oportunidades, decían. Sobre todo Blanca insistía en que en esta profesión era muy importante cultivar las relaciones públicas, que el “cazatalentos” no iba a venir a buscarme a casa si yo no me daba a conocer. Así pues, comencé a acompañarla a los lugares que frecuentaba el “famoseo” y,  poco a poco, fui conociendo a personajes y personajillos que me fascinaban.  Me encontré en un mundo que me producía vértigo. Las noches eran muy largas y las clases de la mañana siguiente comenzaron a resentirse.

      Todo lo demás, vino tan rápido que no recuerdo ni cómo empezó. Sin darme cuenta me encontré emparejada con un famoso actor. Era bastante mayor que yo, con larga fama de seductor, pero sumamente interesante. Había sido uno de los ídolos de mi adolescencia y yo estaba deslumbrada. Prometió abrirme puertas. Yo estaba fascinada. No comprendía como había podido haberse fijado en mí…

    Tan pronto se descubrió nuestra relación, los “paparazzi” comenzaron a perseguirme y mi rostro pronto se hizo habitual en  revistas y algunos programas televisivos. Él creyó haber sido utilizado por mi, y me dejó. Me dolió porque no era cierto. Pero para entonces ya estaba atrapada en una dinámica de la que resultaba difícil escapar. Comenzaron a llegar ofertas de magazines de televisión interesados por la exclusiva de mis declaraciones acerca de nuestra relación. La primera la rehusé escandalizada. Yo había sido sincera, no quería mercadear con mis sentimientos. Pero insistieron. Tanto fueron subiendo su oferta que, finalmente, no supe decir que no. Al fin y al cabo, me justificaba ante mí misma, un programa de este tipo supone una plataforma de propaganda extraordinaria. Y el dinero que me ofrecen no podría conseguirlo ni en dos años de trabajo continuado. Blanca insistía:

   - No seas ingenua. El momento de aprovechar el tirón es ahora, dentro de un mes habrá surgido otra cara nueva y ya nadie se acordara de ti…

    Con parte del dinero de la exclusiva, me arreglé la nariz, remodelé los pómulos, aumenté un poco el pecho y me quitaron el poquito de grasa que siempre había tenido tendencia a instalarse en mis caderas y abdomen. Nada, pequeños retoques sin importancia, con los cuales podía decir que estaba perfecta y dispuesta a enfrentarme al mundo. Ahora ya estaba en condiciones de aceptar la oferta de posar para la revista Interviú.

    Supongo que, como consecuencia de todo aquello, aprovechando mi popularidad, pude firmar un contrato  para participar en una película. Era un papel pequeño, cierto, pero seguro que era el comienzo de mi fulgurante carrera. Lo intuía. Ante mí veía desplegarse la alfombra roja de mis sueños, la cual conducía hacía unas letras gigantescas al final del recorrido: Hollywood y mi nombre multiplicado en mil luces de neón por todas las esquinas. Mientras, en mis oídos retumbaban ¡por fin! las palabras mágicas:  ¡Luces! ¡Cámara! ¡Acción!.
 
PASEO POR LA ALFOMBRA ROJA
Verónica Segoviano


Me acusaron de un asesinato que no cometí y, sin embargo, maté a un hombre. Ese hombre era mi padre. No busqué hacerlo y no me siento culpable. Matar fue la primera decisión que no tomé empujada por las circunstancias o huyendo de mí misma. Volví a Madrid sin quererlo. Mi abuela paterna se moría y quise acompañarla. Sólo conseguí enterrarla. Así, sin intención, me encontré con mi pasado y, sin saber por qué, me quedé. Atrás dejé a Tito y Belén, los dueños de La Cave, una discoteca en Costa del Sol, para los que trabajaba. Allí empecé siendo camarera y terminé pluriempleada como traficante de droga en las fiestas de la gente bien. Este trabajo se ajustaba a mi modo de vida. Era discreta, me iba en ello demasiado, y vivía sola. Cuando entré en la casa de mi abuela, la única persona por la que aún recordaba sentir afecto, el tiempo se detuvo en el silencio. En el hogar de mi adolescencia, me pareció como si alguien fuera a levantarse de una larga siesta y pusiera la vida en marcha de nuevo. Entonces reparé en que, tal vez, esa persona era yo.
Soy hija única. Mi madre estaba embarazada y con prisas por formar una familia, él se casó a regañadientes. Muy pronto ella dejó de esperar a que él volviera a casa con regularidad. Se refugió en una casa limpia y ordenada, dedicada a mi cuidado. Él hubiera preferido que yo fuese un chico y se dejaba ver lo mínimo. Yo había cumplido trece años cuando mis padres sufrieron un accidente al que sólo sobrevivió mi padre. Poco después se marchó a vivir con una mujer, completando así su abultado historial de adulterio. Yo me quedé con la abuela. No supe de él en muchos años. Tampoco le eché de menos. El topo de la cultura católica socavó en mí un oscuro complejo de culpa. Sentí que no merecía nada y, como mi madre, me justifiqué con un discreto disfraz de víctima. Toda mi peripecia en el Sur, no fue más que una huída. Pero las cosas, rara vez se quedan a medias y el camino suele ponerte ante aquello de lo que huyes.
Es difícil volver a un lugar y reconocerlo, pero para mí fue como si nunca hubiera salido de Madrid. En todo regreso hay un reencuentro acechando. Mi amiga de la infancia me puso al corriente en dos patadas. Casi era la propietaria de “El Ángelus”, un garito de los de toda la vida, donde se cocía algo más que un ambiente y un tipo de clientela. Aún no me había planteado quedarme, pero Casi me ofreció trabajo y acepté. Detrás de la barra, pronto detecté el trajín de ciertas personas, de eso entendía. Así conocí a Seis Tercios, un dealer de la droga. Yo creía que la supervivencia era El Evangelio y aún pesaba sobre mí esa inercia de que la cabra tira al monte, por eso terminé desempeñando mi oficio para él. No tenía enemigos conocidos y me gané la confianza del sicario. Madrid, gente guapa y muchas fiestas, era un buen escenario para un negocio en auge. Vivía en casa de mi abuela y volvía a llevar una vida ordenada: el trabajo, el tiempo libre en casa leyendo vorazmente y el cine de cuando en cuando; alguna que otra chica de paso y ningún planteamiento en ciernes. Pero alguien andaba buscándome. Cierto día un tipo se presentó en mi casa e insistió en que mi padre tenía ciertos asuntos que discutir conmigo. Algo en el tono de su voz me advirtió que no debía negarme a verle. Ponerme frente a él no me resultó fácil. Mi viejo quería casarse y necesitaba vender el piso que mi abuela me había legado. La ley dice que no se puede desheredar a un hijo y quería su parte. El ofrecimiento me dejó perpleja. Intentó convencerme. No pudo. Para mí no era cuestión de pasta, sencillamente no tenía cuerpo. En mi mente se hacía presente la fotografía de tres mujeres. Entonces me amenazó con reclamar su parte. Antes de salir le aseguré que la tendría. No quería nada en mi vida que no fuera mío.
Días después, cuando aún paladeaba el regusto del desencuentro, la justicia poética me anunció a Martina en “El Ángelus”. Salvo algún que otro escarceo adolescente, los chicos nunca me habían interesado. Yo sabía hacer lo mismo que ellos y además era una mujer. Como buena historia de amor primeriza, la chica que me gustaba eligió a otro. Tuve que esperar a una aventura sureña para estrenarme con una encargada de hotel. Ni fu, ni fa. Desde entonces, no me ha gustado detenerme a beber mucho tiempo en la misma fuente. Tal vez por desconfianza, quizá por mi trabajo. No me daba permiso a disfrutar del amor, estaba demasiado ocupada sobreviviendo. Nunca me planteé que fuera por puro miedo a verme expuesta al desamparo de un fracaso amoroso. Por eso, sólo me permitía sueños, porque los sueños no eran peligrosos. O eso creía yo. Pero aquella noche de mayo una pelirroja dinamitó todos mis esquemas como nunca imaginé que sucediera. Yo tenía experiencia con las mujeres, Martina no, pero venía maleada de hombre en hombre, cansada, sin rumbo conocido. Y de puro torpe aquello resultó. Sólo entonces fui consciente de cómo la había deseado allá en las mazmorras de los sueños que escondía a cal y canto para no delatarme, para no arriesgarlos al ácido aliento de lo cotidiano. Martina no era como la soñé, era mejor aún.
Aturdida por ese amor de estreno, me encontré sin tiempo para nada con una acusación de asesinato. La mujer con la que convivía mi padre apareció muerta. Pensé que poco le había durado la ilusión del matrimonio, pero me equivoqué. Su futura mujer iba a ser otra, mucho más joven y con una ruindad muy similar a la de mi padre. La muerta era copropietaria de un club con mi padre y les estorbaba más que yo. Para rematar la faena, en una relación sin tiempo para confesiones, me encontré con que Martina era policía y con que descubrió la realidad de mi trabajo. La desconfianza y la sombra de la huída avivaron el viejo impulso de salir por patas. Pero Martina era mi coartada y no me falló. Por eso, sin apenas tiempo para deshacerme de un cadáver del que no era responsable, tomé la segunda decisión de mi vida: permitirme el amor. Matar a mi padre lo hizo posible. Aunque pudiera parecer que lo hice para saldar viejas cuentas, sólo eliminé lo que me impedía tomar el mando de mi vida. Entre nosotras no hubo ni espacio ni tiempo para las preguntas, lo que sí hubo, para sorpresa de ambas, fueron respuestas. Dicen que si entendiéramos la vida, no la viviríamos. Por tanto de nada sirven más explicaciones. Si acaso que Martina y yo pasearemos nuestra historia por la alfombra roja el próximo domingo.






Pura Simón


LA FÁBRICA DE HACER SUEÑOS o De cómo conocí a Gonzalo Iriarte


Extras para la próxima película de Rodrigo Vega.
Con Gonzalo Iriarte. Interesados presentarse el sábado 15 en el Gran Hotel.

En aquel momento tuve la abrumadora certeza de que los sueños se cumplían. Sería casual o causal, pero no hacía más de una semana había soñado que me fundía en un apasionado beso de The End con mi adorado actor Gonzalo Iriarte. Salí de la cafetería amarrada al periódico, que no era mío, y olvidando pagar el café. Los gritos de la camarera en mitad de la calle me volvieron a la realidad.

El sábado, luciendo mi mejor ropa y mi mejor cara, me planté en el susodicho hotel y me sumé a la interminable cola que esperaba pacientemente. En la entrada una señorita anotaba nuestros datos y a continuación un chico con aspecto de desaliño estudiado nos tomaba un par de fotos. Luego, esgrimiendo una sonrisa, nos iban despidiendo con la célebre frase Ya te llamaremos. Tras días de ilusión contenida, convertida por la impaciencia en desesperanza, llegó la ansiada llamada.

Vestidos con nuestras mejores galas – simulábamos ser invitados de una celebración- los casi cien elegidos aguardábamos ya varias horas en la terraza del hotel cuando hizo su aparición Gonzalo Iriarte. Todos los ojos se posaron en él. Escoltado por su partenaire, una actriz argentina a la que seguía su fiel peluquero arreglándole el peinado a cada paso, bajó las escaleras con la naturalidad de los que se saben observados continuamente, aunque con la displicencia de los que se sienten especiales. La acción se precipitó de manera frenética. Técnicos y artilugios se movían de aquí para allá a merced de las órdenes del director. Pero el caos se tornó orden y todo se erigió para tomar vida propia. Los figurantes éramos distribuidos al antojo de la encargada de casting sin importarnos a qué obedecía que fuéramos seleccionados unos grupos u otros para determinadas escenas.

De la misma manera, desconozco la razón por la que fui yo la única y absoluta escogida para aquella secuencia. Antes de que pudiera reaccionar tuve sobre mí a un individuo retocándome impetuosamente el maquillaje y a otro bombardeándome con una retahíla de instrucciones: sólo debía dar un sorbo a mi taza, limpiarme los labios y salir de la cafetería pasando por delante de Gonzalo ofreciéndole mi encantadora sonrisa. ¡Sólo! Para mí lo era ¡todo! ¡Dios, que no tropezara ni se me cayera el café! Enseguida me vi rodeada de focos, con una cámara encarada hacia mí, una legión de profesionales pendientes de mis movimientos ¡y compartiendo plano con mi amado galán! (Ni que decir tiene que a estas alturas de la película estaba a punto de desmayarme) Se hizo el silencio más absoluto y sonaron las palabras mágicas: ¡MOTOR, RODANDO, ACCIÓN! Cuando sus ojos se cruzaron con los míos y su sonrisa respondió a la mía, yo, que me había colado en aquella constelación, juro que toqué el cielo. La fábrica de hacer sueños había hecho el mío realidad.

Imagen: http://4.bp.blogspot.com