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Curso 2016/17

martes, 24 de febrero de 2009

EJERCICIO NUMERO 9. 15 páginas en formato papiro. Y la novela sigue creciendo



Arrugó la nariz en un gesto inconsciente al escuchar el contestador y pensó que dejar un mensaje le resultaría más fácil.

-Soy yo. Llamaba para decirte que hoy me retrasaré un poco-, dijo con la voz áspera y su alma llena de recelo.

Soltó el móvil en la mesita, junto a la botella de White Label y con la mano derecha agarrándose la garganta se dirigió al cuarto de baño. El día empezaba lleno de incidencias. Mientras buscaba en su heterogéneo botiquín alguna pastilla que le calmase, la temible idea de que el cáncer de laringe le devoraba, le irrumpió una vez más. Examinó las cajas, y ésta vez, se decidió por el Zitroflam 500. Mucho le costó tragar aquella píldora, pero una vez que paso por su maltrecha garganta, se creyó aliviado.

Volvió a la cama para sentarse y darle el tiempo que el medicamento necesitaba para hacer su función. Apoyó su espalda contra la pared, cruzó las piernas y adoptó la postura que tanto le gustaba. Sintiendo la dureza sobre su columna a modo de caparazón y con los ojos cerrados, imaginó que sus células forjaban ensayados movimientos de Taekwondo, Kung Fu y Aikido, en una peculiar lucha contra las enfermedades.

El silbido de la brisa colándose por las rendijas de la ventana y las ahogadas conversaciones de sus vecinos, le hicieron entrar en un sugerente trance. No había pasado mucho tiempo cuando empezó a sentirse mejor. En ese momento, le vino un nauseabundo olor a carne podrida. Abrió los ojos y en el rincón, junto a la televisión, dos trozos mordidos de pizza yacían junto a un embrollo de calcetines sucios. Caviló que, más pronto que tarde, tendría que hacer una limpieza a fondo en aquellos saturados treinta metros cuadrados, en los que se había convertido su mundo.

Esa idea le ayudó a olvidarse de su garganta y decidió vestirse para ir al estudio. Al salir a la calle recordó que tendría que grabar en off dos reportajes para el canal de Intereconomía TV. No le ilusionaba demasiado, pero pensó que todo hombre tiene en el mundo como función el ejercicio de sus habilidades, al margen de cualquier recompensa que pudiera conseguir, de cualquier palabra de ponderación o de ascenso.

En la parada del autobús, un enorme cartel publicitario anunciaba la nueva temporada de la serie Las Tortugas Ninja y eso le hizo sonreír por primera vez esa mañana.

Juan Carlos Núñez

Esta vez consiguió sentarse justo detrás. Desde ahí pudo observarla sin tener que esconder su mirada. El sol de la mañana provocaba en su pelo negro destellos turquesa que la hacían irreal y aún más inaccesible. Su perfume era de jazmín y pensó que su nívea piel no merecía otro olor. Se había instalado en su vida como un placebo transitorio a su soledad controlada. Durante los veinte minutos que duraba el trayecto hasta la parada de la calle Sardenya, donde ella se bajaba, le gustaba suponer su vida, sus anhelos, con que personas se relacionaría y sobre todo que tono de voz tendría.
El autobús frenó y la mujer se apeó desapareciendo tras la esquina, como todos los días. Eduard reconoció que no le importaría tener una aventura con ella. Un encuentro efímero, un instante en el que poder acariciarla y oír sus palabras. Nada perdurable, nada que le encadenase a una relación más allá de las primeras sensaciones, esas que no duelen, las que dejan huella pero no herida.

Juan Carlos Núñez.

La sesión comenzó con retraso por su culpa.

Pareciera que la maldición de las tortugas Ninja se prolongase a su doblaje y encima, para fastidio de Eduard, tocaba abordar el tartamudeo de Michelangelo, una licencia sin importancia según el director del mismo.

Para Eduard la inocente, imperdonable e injustificable licencia suponía rememorar el trauma de tener que superar precisamente esa dificultad en el habla. Tenía narices que un tartamudo reciclado como él acabase siendo actor de doblaje y que le endosasen papeles de tartajas. Hubiera sido más fácil no aguantar a lo largo de los años las interminables e insufribles sesiones de logopedia y resignarse a las burlas de los compañeros de escuela, la mayoría devenidos camioneros, albañiles y fontaneros con barrigas cerveceras y fútbol de domingo. Ante esa idea, no obstante Eduard no podía sino dejar de sonreírse pues ¿quién iba a contratar a un actor de doblaje tartamudo? El imbécil de su jefe que en cada sesión de las Ninja le obligaba por esa asquerosa licencia a desaprender lo aprendido a lo largo de años de congojas propias y guasa ajena.

Pero a fin de cuentas a él no le había ido tan mal. Disfrutaba metiéndose en la piel de actores imposibles para él por su físico, más su voz resultaba del todo convincente y le gustaba saberse la voz de las fantasías sexuales de muchas de las féminas con las que se cruzaba por la calle cuando por ejemplo iba a por el pan.

No había doblado pelis porno, pero siendo la voz de Clooney…

La mirada nerviosa a su reloj le devolvió unas once y cuarto, oclok. Ni siquiera habían concluido el primer capítulo y tenían previsto doblar cinco en la mañana. Imposible. Y no podía ser.

Esa mañana tenía el pálpito. Y cuando lo visitaba nunca fallaban sus previsiones.

Cinta Monferrer

Lo que había comenzado como un día sombrío, en el transcurso de la mañana se convirtió en una posibilidad de aventura. La llamada de Antonio le hizo dejar a un lado las contrariedades, incluso relegar su dolor de garganta y salir del estudio con un gesto renovado.

Iba con la cabeza humillada y pensando en su inminente viaje a Madrid. Cuando las puertas neumáticas del autobús se abrieron coreadas por su característico sonido, el evocador perfume que tan bien tenía guardado en su memoria, irrumpió en el auto como una inesperada primavera que le forzó a alzar la mirada, entonces la pudo ver junto al conductor entregándole una moneda. Sintió celos del empleado que por un momento tocó su mano, cuando ella le recogió el billete. La mujer avanzó despacio por el pasillo hasta llegar a la barra que había a su derecha, dónde apoyó su espalda para mantener el equilibrio y poder aguantar las sacudidas, imperturbable y magnifíca, como una diosa de alabastro.
Ella se dio cuenta de que la acosaba con la mirada y despacio, muy despacio, como queriendo indicarle donde debía dirigir su atención, acercó la mano a su melena que, a esas horas del día, tenía el color de los tejados de pizarra después de llover. Con elegancia la ensortijó detrás de su pequeña oreja e inclinó la cabeza para acabar enviándole una cálida mirada. A Eduard le ahogó el furor. Aún así, aguantó la suya sin denotar temor, como una oveja frente al matarife. Fueron unos segundos mágicos, tan sólo interrumpidos por el timbre de solicitud de parada. Bajó de nuevo la vista antes de dejar su ira en libertad.

-¡Mierda!-, musitó.
También se trataba de su final de trayecto y con pesadumbre abandonó su asiento para salir de aquel lugar prodigioso en que se había convertido el autobús 57, un territorio de encuentro con su misteriosa desconocida.
Lo primero que hizo al llegar a casa fue buscar un trozo de tela, pintarle una cara y anudarlo para confeccionar un Teru-teru bozu, luego lo colgó del marco de la ventana. Sabía que le proporcionaría suerte y buen tiempo para su inminente marcha.
Se agachó para sacar la bolsa de viaje de debajo de la cama y arrastrados por ella, también salieron tres zapatos, unos calzoncillos y una enorme pelusa grisácea que pronto rodó por la habitación como el esparto en las calles de Silver City.
Miró su reloj para descubrir que no disponía de mucho tiempo y se apresuró a atiborrar la bolsa. Un chándal, una muda, unos pantalones vaqueros que enrollo en un intento baldío de descomponerle las arrugas, un jersey a rayas verdes, utensilios de aseo y la novela de Truman Capote que estaba leyendo.

-Creo que esto es todo-, dijo en voz alta, mientras arrojaba un último vistazo a su alrededor. Decidido cerró la cremallera y cogiendo la bolsa por sus dos asas, abandonó el piso.

Barcelona se desdibujaba tras los cristales del taxi. Eduard seguía pensando en la mujer del autobús. Su cara se le había metido muy adentro. Aquel rostro blanco, casi tan deslumbrante como una capa de yeso fresco a través de la cual fulguraban tonos aún más nacarados. Caviló en lo que le gustaría hacer con ella y no se trataba de nada parecido a lo que jamás había hecho con cualquier otra mujer. Amor no era la palabra que lo enunciase, quizás la que más se aproximase fuera deseo, pero carecía de la magnitud suficiente para encerrar los diferentes sentimientos que ella le inspiraba. Intentando encontrar un término adecuado recordó que los japoneses llaman al enamoramiento Koi suru y decidió bautizarla así. Comprendió que se estaba obsesionando y por un momento sintió que debía demoler aquel rostro, apartarlo para siempre de su mente, pero las emociones que aquella mujer anónima le producía, ganaban a esa hostilidad. Con esa alucinación de dependencia embarcó en el puente aéreo.

Juan Carlos Núñez.

CENA EN EL PALACIO REAL.

Eduard comprobó el tablón de las líneas de Metro que había en una de las puertas de salida del aeropuerto. Cargó la mochila a cuestas como si de una casa o un cascarón protector se tratara y se dispuso a sacar el billete en la máquina expendedora que había cerca del cartel informativo. La calderilla que llevaba en el bolsillo era más que suficiente para el trayecto que acababa de memorizar: Línea 8 hasta Mar de Cristal, línea 4 hasta Goya y línea 2 hasta Ópera. Así llegaría hasta la Puerta de El Sol y desde allí a la Plaza de la Armería, conocía la zona, no le quedarían más 500 metros hasta su destino.

No era la primera vez que iba a Madrid y tampoco era la primera vez que veía el Palacio Real, pero aquella ocasión era diferente. Pensó en todos los gerifaltes y superfamosos que acudirían a la cena de gala que daban los Reyes de España a los Emperadores del Japón. Poder ver a los soberanos nipones le permitiría estudiar cómo debía de comportarse cuando fuera al País del Sol Naciente. Lentamente, se acercó hasta una de las calles laterales donde Antonio le prometió que le esperaría. No tuvo que esperar demasiado. De una pequeña puerta lateral salió su colega. Se dieron la mano al mismo tiempo que se enlazaban en un medio abrazo rápido.

- ¡Qué bien te veo, tío! –comentó Antonio.

- Tú has cogido unos kilitos, ¿no? –respondió Eduard mientras daba unos golpecitos en la barriga a su amigo-. Debe ser eso de no hacer demasiado.

Los dos amigos se pusieron a reír. Antonio cogió del cuello a Eduard y lo condujo al interior del Palacio. Un estrecho, pero bien iluminado pasillo daba a una habitación de tamaño medio. Las paredes estaban forradas de taquillas metálicas numeradas delante de las cuales había unos bancos de madera. Antonio sacó del bolsillo un llavero de plástico rectangular con un papel blanco donde impreso había un número.

- La 025 es la tuya –dijo mientras le tendía la diminuta clave-. Ponte el uniforme y vamos a tomar un café antes de empezar con el paripé.

- Tío, no nos meteremos en un lío, ¿verdad? –dudó Eduard.

- ¡Qué va!, no se dan ni cuenta, lo único que tenemos que hacer es dar un poco de brillo y esplendor al asunto.

El doblador de Michelangelo abrió la taquilla y miró dentro.

- ¡Estarás de coña! –dijo Eduard girándose hacia el lugar donde estaba su amigo. Antonio ya se había sacado la camisa. Su cuerpo estaba poco cuidado y el escaso vello de su pecho empezaba a convertirse en una maraña medio blanca, medio gris.

- ¿Qué pasa, no te gusta el uniforme de gala?

- ¡Pareceré un payaso! –exclamó Eduard.

- Es más cómodo de lo que parece, piensa que una de tus tortugas te presta su caparazón y tú pones el cuerpo que hay dentro. Venga, date prisa o no podremos tomarnos el café.

Eduard Sadá cogió la percha del interior de la taquilla y sacó el uniforme que llevaría esa noche en la cena del Palacio Real. Mientras se lo ponía descubrió que no era tan cómodo como Antonio decía. La camisa no le permitía moverse demasiado, le apretaba la sisa y tenía miedo de que explotara si hacía algún movimiento. Los pantalones eran todavía peor, le estaban pequeños de tiro y le apretaban de una manera indescriptible. La chaqueta, milagrosamente, era un poco más ancha, aunque no estaba dispuesto a arriesgarse comprobándolo. Las medias fueron peor, picaban muchísimo, y eso que solamente llegaban hasta la rodilla, al menos hasta que tuvo que intentar ponerse los zapatos.

- Antonio, tío, ¿este colega es un enano o algo así? Esto me aprieta por todas partes y los zapatos ni siquiera me los puedo meter.

- Ah, no pasa nada, toma un calzador, -dijo lanzándole la pequeña herramienta de plástico, al tiempo que añadía-, y no te preocupes no vas a tener que andar.

-Qué cutre eres, tío, ni siquiera es de verdad, es de esos que te dan en las zapaterías para que no te olvides donde has comprado los zapatos.

Tras colocarse a presión los zapatos prestados se puso de pie, colgó la percha en la taquilla, recogió los guantes blancos y el sombrero semicircular, se lo colocó bajo el brazo a modo de carpeta y cerró la puerta. Fue hacia la salida donde ya esperaba Antonio para ir a tomar el café.

Los pasos de Eduard eran cortos, sus movimientos eran lentos, parsimoniosos, los zapatos le estaban pequeños y apenas podía caminar. El dolor le recordó el modo en que vendaban los pies a las niñas en algunos países asiáticos para que no les crecieran demasiado. Por un instante pensó que sus pies se fracturarían como los de aquellas pequeñas desdichadas. Pensó que no podría volver a andar después de aquel día. Pensó que no podría salir nunca más de su casa. Pensó que no podría... Llegaron hasta la máquina de café, estaba colocada en una habitación de paredes lisas y blancas donde había varias mesas de tablero cuadrado grisáceo con cuatro patas de metal negro. Las mesas estaban rodeadas por sillas de plástico con los asientos de color azul intenso y patas de metal de color negro. Yantil agradeció poder sentarse. Antonio sacó dos cafés y los acercó a la mesa. Mientras se sentaba en la silla que estaba situada enfrente de Eduard le dio las últimas instrucciones:

- Escucha tío, cuando salgas de aquí, ponte los guantes y el gorro. Nosotros nos colocaremos en la parte interior de la puerta de entrada, uno a cada lado. No te rías, ni te muevas, piensa que eres la rata esa a la que doblas todo el día...

- Yo soy Michelangelo, no el maestro Spliter –se quejó Eduard-.

- Jajaja.... está bien gran Gennis1 –se rió Antonio.

- En todo caso gran Kage2 –respondió el doblador intentando simular un tono solemne.

- Un gran maestro como tú no tendrá problemas en quedarse quietecito, sin mover ni un músculo.

Eduard y Antonio, finalmente, se colocaron en su puesto, la puerta del Palacio Real, a la espera de que los primeros invitados llegaran a la cena.

El primer pelotón de invitados estaba formado por dos autobuses de personas más o menos conocidas del mundo de la empresa y los negocios, incluso algunos extranjeros. Ellas con trajes largos de diversos colores: desde el negro al blanco, lentejuelas, sedas, rasos, terciopelos,... joyas deslumbrantes, zapatos con tacones de vértigo. El personaje que más llamó la atención de Yantil fue el diseñador de zapatos de la chica de Sexo en Nueva York, Manolo Blahnik. Pasó por delante de Eduard con su elegante esmoquin de botonadura sencilla y fajín de seda. La camisa de seda blanca de puño doble con unos gemelos negros y dorados y pajarita blanca como la del resto de los invitados. El doblador intuyó unos calcetines negros de seda que provocaron un enorme malestar, ya que él solamente podía pensar en el picor de las blancas medias que llevaba puestas. Los pumps3 negros impecablemente lustrados también provocaron en Gerard una extraña sensación al compararlos con sus pequeños zapatos que provocaban una dolorosa sacudida que iba desde sus pies a su cerebro pasando por todo su cuerpo. Intentó distraerse del dolor preguntándose: ¿Cuántas de esas mujeres llevarían Manolos? ¿Qué sentirían los pies de esas mujeres? ¿Les matarían como a él los suyos ¿Los pumps de Blahnik serían de cocodrilo? En un programa de televisión había oído que sus zapatos los hacían con crías de cocodrilo. ¿Y si le da por hacerlos con tortuga?...

Inmerso en sus propios pensamientos vio pasar decenas de personas. El segundo contingente lo formaban los miembros de los gobiernos español y japonés. Tras estos, los Reyes de España (Juan Carlos y Sofía) y los Emperadores de Japón (Akihito y Michiko). Algunas de las invitadas que habían pasado por la puerta que custodiaban Gerard y Antonio llevaban kimonos unas con estampados de camelia, propios del invierno, otras de un único color, pero ninguno era tan espectacular como el que llevaba Michiko. El kimono de la emperatriz era de una seda de color gris metálico, sin bordado. Resultaba extraño ver a la emperatriz del Japón con un kimono liso cuando había temas exclusivos para las prendas de las mujeres de la corte nipona. El obi que ceñía su cintura era mostraba un curioso dibujo floral en naranja, azul, rosa, dorado y un pequeño kanji que simbolizaba la tortuga bordado en una esquina. Sus pendientes de jade en forma de tortuga eran el complemento perfecto que completaba ese aire elegante, discreto, recatado, que emanaba su presencia. Gerard pensó que era curioso que la emperatriz silenciosa usara el símbolo de la tortuga. El protocolo de la corte japonesa era tan estricto que no entendía cómo le habían permitido recuperar un símbolo de longevidad y fortuna de la dinastía Han y superar el mal augurio en que una absurda leyenda había convertido la tortuga en el símbolo de las mujeres adúlteras.

El atuendo se completaba con una especie de hawaianas que usaba con calcetines blancos. Ver ese calzado hizo que Gerard recordara sus pies. Ya no podía soportar el dolor, pero estaba dispuesto a tener paciencia y permanecer de pie hasta el final.

La Emperatriz llevaba el cuerpo ligeramente hacia delante, su posturaacentuada a causa del obi que llevaba a la espalda le hacía parecer una vieja y venerable tortuga. Con paso tranquilo la comitiva se acercó hacia la escalera que les conduciría al salón donde estaba preparado el atril para los discursos y la mesa de la cena.

El doblador de Michelangelo pensó entonces en quitarse los zapatos allí mismo, fuera como fuera, e hizo un pequeño movimiento para descalzarse frotando ligeramente un talón contra el otro. Cuando el séquito desapareció por la escalinata,Antonio dio un paso hacia delante y se dirigió a Eduard dándole un amigable golpe en el hombro:

- ¿Un pito?

- No, un sitio donde quitarme los zapatos. Me van a dejar los pies reducidos como las cabezas de los jíbaros.

- Será peor –le advirtió Antonio-, pero por ahí encontrarás un váter.

La perfecta estatua-portero se movió dando un pequeño paso hacia delante. Estiró despacio los músculos del cuerpo para desentumecerse intentando no rasgar la ropa que llevaba puesta. Con pasitos pequeños se encaminó hacia el lugar que le señalaba su amigo.

Dori Valero


1 Rango ninja inicial.

2 Rango ninja superior.

3 Zapatillas de charol con lazo de seda en el empeine.




1 comentario:

Mikel Garcia Garcia dijo...

Para evadirse de la zozobra que le poseía, lanzó una fugaz mirada a la portada del periódico que su vecina de viaje no soltaba en toda la mañana, ¡menuda puta! sabía que ansiaba leerlo y ella incrementaba su parsimonia cuando él se mostraba más inquieto. No le importaba la información solo necesitaba un distractor al que asirse. Una imagen arrancó su alma de sus goznes haciendo tal estrépito que temió morir en ese instante. Allí estaba su alter ego Gerard Yantil con el emperador japonés y sus zapatillas rosas en primer plano. ¡Qué humillación! Comprensión y rabia cabalgaron juntas desde las tripas hacia la garganta. Comprensión tomó la bifurcación hacia el cerebro, pero antes de que llegara, Gerad sabía no solo el porqué de las incesantes miradas, portadoras de desprecio, que se habían clavado en el toda la mañana sino el destino que le esperaba. Rabia cerró la ganganta y pintó la piel de rojo carmín. El espejo del vagón le devolvía una imagen que trepidaba más veloz a medida que el calor su de rostro aumentaba, parecía la pantalla de un ordenador buscando rostros de una base de datos, hasta que se estabilizó en la imagen estática de un enorme glande. Gerard ensayó movimientos con el rostro y el glande los imitaba. Ensimismado en el juego acabó la imagen de su rostro en el wáter donde había follado. El calor se había congelado, el movimiento enlentecido, unos ojos muy abiertos le hacía vibrar al son de una tristeza profunda. Ni en sus más atrevidas fantasías sexuales pudo esperar una situación como la que vivió en aquel wáter, sin embargo todo sucedió muy rápido y su alma no habitó en el templo de su cuerpo, el orgasmo fue tan intenso como frío, ¡tan cerca del culmen y que anhedonia! Ni siquiera fue un objeto sexual elegido, su tomado por error. Sin embargo ella pareció disfrutar a su aire, seguramente porque pensaba que estaba con otro, sin enterarse de la falta de acompañamiento. Se sentía como la estatua de Príamo con el pene inhiesto siendo usado por la mujer, pero a diferencia del dios él no tenía ningún poder. ¡Qué situación alienante! ¡Qué desencuentro entre dos criaturas que tienen en la mano el tesoro más preciado y lo disipan! Realmente nada extraño hoy en día. Gerard se daba cuenta de que no había pasado nada distinto que en su relación anterior, en aquella también era pasivo y ambos cabalgaron en una espiral autodestructiva hasta que ella se buscó otro para romper el ciclo. Había jurado no volver a emparejarse, ser un soltero que usara el sexo como arma de venganza. Era tanta la rabia que no podía sino canalizarla en fantasías, en la realidad le asustaba que se le pudiera escapar y se comportaba como un tímido contenido sobre todo cuando empezaba algo de química como con la mujer del autobús. No había follado desde hacía tiempo. Ahora se sentía violado por la mujer del wáter y con rabia contra el mismo. ¡No podía continuar así! Intuía que se estaban dando señales en su vida para replantearse las cosas: El viaje a Madrid, la violación, el emperador,… todo le sacaba de su pasividad mortal y le empujaba hacia revitalizarse. Se daba cuenta de que estaba pensando de un modo distinto que antes, no se reconocía en ese estado pero le era grato. Sentía un cierto agradecimiento interno, incluso a la mujer que lo había usado. Le había inoculado, vergüenza, rabia,.. Multitud de emociones y fueran de una u otra índole eran vida. ¿Y el emperador? Su invitación le turbaba, antes sentía temor ¿no querrá violarme también? Al menos en esta ocasión era visto como el mismo, no se le confundía con otro. Eso le había inoculado el emperador un reconocimiento a él mismo a pesar del ridículo de las zapatillas. Sin duda al llegar a Barcelona tendría que tomar decisiones.
Gerard se dio cuenta de que estaba solo en el vagón del tren. Se levantó y fue consciente de que no había nadie en el pasillo y que de un modo extraño el tren circulaba a mucha velocidad por un paisaje ralentizado, insonoro, que le recordaba a Gerona. ¡Se había pasado de estación! Una mueca sardónica se apoderó de su rostro, cogió la petaba del whisky y se la bebió de un trago.

Mikel Garcia