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Curso 2016/17

viernes, 12 de febrero de 2010

EJERCICIO 17


ALGUIEN NOS LEE DESDE LA FEDERACIÓN RUSA
Para nosotros es un triunfo mientras nos quejamos del frío en la costa este de nuestra península.
El punto rojo señala aproximadamente Moscú.
Imaginemos como es su casa, su soledad o su compañía, si es español o por qué conoce este idioma. Su aspecto físico, sus inquietudes, lecturas (otras), aficiones, el bosque de las afueras que rodea su Dacha o la bruma sobre la que se yergue su edificio post-estaliniano en esta ciudad de quince millones de habitantes.

Cuando terminemos el ejercicio y cada uno lance sus tentativas, el lector podría desvelarnos su identidad o los aspectos de ella que considere pertinentes.

Imagen 1: www.clustrmaps.com
Imágenes 2 y 3: http://es.wikipedia.org/wiki/Rusia



EN


CHAT Nº 5 O DESDE RUSIA CON DOLOR
Adela Torres Esplá

Estaba solo pero tranquilo. Ya tan tarde, ya tan viejo, nunca lo hubiera pensado. Ya tan lejos ni lo hubiera soñado.
Todo se embrolló a partir de aquel ridículo taller de internet a donde fui a caer sin comerlo ni beberlo. Ya ven: en menos de un mes me convertí en un empedernido chatero. Pasé por todas las fases hasta llegar a dejarme enredar en aquellos nidos de soledades, como una más. Abandoné el casino, los bailes de salón y las tardes de sobrinos. Tiré por la ventana tertulias y paseos matinales. Incluso mi artrosis me dejaba a solas frente a la pantalla de aquél ordenador que me transportaba todas las tardes, hasta los brazos de Zarina, mientras Soledad dormía en nuestra habitación.
Por supuesto “zarina”, era sólo un nick pero para mí era el sueño de una época dorada cargada de palacios de pan de oro, llenos de cúpulas. No fue una casualidad que alguien tan estúpido como yo, eligiera Dr. Zhivago como un elemental apodo, tan poco osado como obvio.
Tras descartar durante semanas a oportunistas y supuestas pacientes que me creían galeno, apareció mi zarina, tan inteligente y vibrante como yo esperaba. O quizás, como yo imaginaba. Como yo la quería. Con el reto siempre en sus palabras. Fue aquello lo que me sedujo. Su inaccesibilidad, su frialdad y aquella forma de retenerme todas las tardes. Y así fue entre confidencias y sexo, ¿sexo? como llegamos a hacer planes o mejor dicho como me ilusioné y decidí emprender aquel viaje.
Ojalá desde aquella ingenuidad hubiera llegado a la desconfianza, rechazar aquella idea y no acudir a una agencia de viajes donde en cuestión de unas horas, tramitaron mi billete de avión.
Decidimos que sería el número cinco de la cola de turistas que aquel ocho de julio visitaría la tumba de Lenin. Así y con una pequeña mochila roja, me distinguiría. El día acordado y a las ocho de la mañana, me dirigí a la plaza roja con un nudo en cada una de mis vísceras. Mis pastillas para la tensión parecían no surtir ningún efecto y todos mis síntomas presagiaban aquel encuentro tan deseado.
Las once de la mañana y era el número cinco de cientos de entusiasmados turistas…de vez en cuando dejaba pasar al que me sucedía para que todo coincidiera. Mi mirada y mi cogote oscilaban de un lado a otro de manera compulsiva, contagiando nerviosismo a mi compañero de detrás que finalmente y curioso, me preguntó: -¿Espera usted a alguien?- A lo que yo respondí: -No gracias, estoy solo, pero hace mucho tiempo que esperaba este momento.- Craso error. El de la cola aprovechó para establecer una amigable y equivocada charla. Porque el sexto en cuestión, era un sindicalista trasnochado que no sé de qué maquiavélica forma había conseguido reunir a la familia para su propia peregrinación hasta la tumba del líder soviético. Y digo craso, porque a partir de mi escueta frase, se envalentonó a hacerme un panegírico sobre las lindezas comunistas que evidentemente a nadie interesaba, a tenor de los bostezos generales.
A las once y cuarto mi paciencia se convirtió en iracundos monosílabos y arduas elaboraciones mentales sobre diferentes hipótesis, dado el plantón al que mi zarina me estaba sometiendo. A las doce ya había dejado pasar a dos autobuses de alemanes y sandalias con calcetines en perfecta compenetración.
Mi desesperación a la una tarde, no era nada comparable, o quizás sí, con el estado de tristeza absoluta en que me encontraba. Desolación y planes de venganza se codeaban con posibilidades de accidentes, raptos, o malentendidos y confusiones de horario, de lugar, de ciudad o incluso de país.
Decidí largarme de allí después de que una asociación de “Amigos de las Brigadas Rojas”, procedente de Badalona, jaleara su llegada a la plaza cantando la internacional. Destrozaron uno de los himnos más hermosos de la historia o al menos eso me pareció.
Mientras cerraban las decepcionantes franquicias de la plaza, fui acodándome en la silla de un café tan decadente como mi patética presencia en aquél lugar. En Moscú y sin vender una escoba. Mientras la tarde se instalaba, los vendedores ambulantes de recuerdos falsamente soviéticos fueron abandonando aquél lugar convertido ya en mi patíbulo emocional.
Y me fui. El frío, a pesar de aquel verano, me alentó a buscar aquél hotel donde me consolaron a base de vodka y unas albóndigas de dudoso aspecto. No dormí. Me pasé toda la noche pensando en condicional: Dónde estaría, qué sentiría, qué pensaría, a quién amaría y si quizás se burlaría de todo esto. En definitiva, quién sería mi adorada zarina. Solo la sensación de traición, substituía al violento deseo de venganza.
Amaneció despacio, pero sin dar tregua a mi dolor. Ni siquiera podía descorrer las cortinas, con gesto de renovación, porque brillaban por su ausencia. Abrí la carpeta con el membrete del hotel y desenfundé mi pluma con gesto decidido. Y aquello fue el comienzo o el fin de aquella tortura.
Amada esposa Soledad:
Supongo que me estarás buscando desesperadamente. Espero que con la presente, te tranquilices a pesar de mi ausencia, que pronto acabará. Mañana llego a Toledo donde hablaremos de lo mucho que te quiero. Desde Rusia con dolor,
José María González Mieres.”


 

LA DIGNIDAD
Vicenta Gallego
Me llamo Liudmila Poliánskaya, tengo treinta años y vivo en Tula, ciudad a unos ciento sesenta kilómetros al sur de Moscú, desde dónde os leo y desde dónde os escribo para contaros lo que me ha llevado a conectar con vosotros.
Llegué a Zaragoza en el año dos mil en busca de “una vida mejor”. Creía que tendría trabajo y que ganaría dinero para mandar a mi familia y que compraría ropa bonita…, quería salir de la pobreza y vivir otra vida. Pero para conseguir los sueños hay que cruzar muchos ríos y valles y montañas y caminar, a veces, en la oscuridad. Y yo atravesé los ríos, valles y montañas y caminé en la más absoluta oscuridad; quería una vida mejor.
 Al cabo de unos meses, la vida mejor no llegaba de ninguna manera. Trabajé haciendo de todo,  un día aquí otro allí, pero no era suficiente, nunca era suficiente. Sólo trabajaba para pagar todos los gastos de “vivir”. Y vivía en un piso oscuro, feo, viejo, rodeada  de seres que habían emigrado como yo, y con un  propósito común: tener una vida mejor. Pero estaba contenta porque podía pasear por los centros comerciales viendo cosas bonitas y  porque conocía hombres y mujeres de casi todos los países del mundo y de casi todas las razas y eso me gustaba porque hacía que me sintiera libre y cada día aprendía cosas nuevas. También conocí a rusos que estaban como yo, algunos un poco mejor, otros todavía peor, pero no había demasiada camaradería entre nosotros; Rusia es muy grande y llevamos la Historia muy dentro. Los días pasaban y me pesaban y comencé a pensar en volver, pero ¿volver? , tenía que seguir intentándolo.
  Así es que cansada de buscar un trabajo “digno” me propusieron trabajar en uno “indigno” y acepté.  Fue un error, fue un infierno que ni en la peor de mis pesadillas podía imaginar. Pensaba, cuando estaba en Tula, que no podía haber nada peor que vivir allí. Ahora sabía lo que sí era no tener nada; mi cuerpo ya no me pertenecía, pertenecía a quién me lo compraba. Fui una esclava, libre, pero esclava, como tantas otras, de todas las razas y pueblos. En los pocos momentos de lucidez, pensaba  en los motivos que nos habían impulsado a salir de nuestras casas y llegar hasta aquí, y comenzaba a pensar que seguramente el motivo no salía de nosotras, que había alguien que estaba interesado en que así fuera. ¡Ay!, pensar en ello  me llenaba de tristeza y de rabia y veía oscuridad por todas partes, me sentía desdichada y abandonada por toda la humanidad. Ahora comprendo, pero me ha costado diez años entenderlo.
  Afortunadamente existe gente noble  dispuesta a ayudar si te dejas ayudar. Y yo me dejé ayudar, me dejé en sus manos y fue un bálsamo para mí. Y nació Lola, mi hija. Y aquí comienza otra nueva etapa; ahora no buscaba una vida mejor, sino seguir viva para que Lola viviera sana y feliz. Una asociación de Zaragoza, que trabajaba para la abolición de la prostitución, me ayudó (gracias a todas, a ti Cristina por ayudarme ¡tanto¡ con Lola) a poner mi cuerpo y mi mente en su sitio. Después, ellas me buscaron un nuevo trabajo en una nueva ciudad: Castellón. Y allí me fui con Simona, una compañera del infierno, y su hija Helena, dispuestas a vivir esa vida mejor que tanto deseábamos.
Mi trabajo consistía en cuidar de una señora mayor, y así pasé a formar parte de la legión de mujeres, silenciosas, que empujan las sillas de ruedas por los parques de las ciudades paseando a vuestras personas enfermas y mayores. Era un buen trabajo, digno, si lo comparaba con el indigno. Aunque sin todas las legalidades, seguía siendo una esclava libre, pero digna. Estaba feliz, Lola crecía bien y Simona y yo nos arreglábamos  para cuidar a nuestras hijas. El piso en el que vivíamos era igual de feo y oscuro que todos en los que viví, pero era nuestro refugio y además estaba el mar y la playa cerca y eso era maravilloso;  los paseos por la playa es lo que más echo de menos.
  Y ahora sabréis cómo llegué hasta vosotros. La hija de la señora mayor que cuidaba es profesora de vuestra universidad y  su marido también es profesor allí, así es que se me abrió una puerta. Ella es buena persona y le doy las gracias por la forma en que me trataba, me enseñaba a pronunciar bien y me preguntaba por mi ciudad y por mi familia y quería mucho a Lola. Hablábamos de poesía, porque a mí me gusta la poesía muchísimo, mucho. Pensaréis que aquí termina todo y que ya conseguí una vida mejor, pero no. Lo de emigrar a otro país es difícil de digerir.
  Yo  lloraba porque no comprendía qué me pasaba, lloraba y añoraba a mi madre, a mis hermanos, el paisaje de Tula, el frío, leer en ruso. Pensaba en mi madre que no conocía a Lola, ¡ay!. Leía cuando tenía un ratito, le leía a Lola  en ruso traduciendo del castellano, y oía mi voz que ahora sí que me salía de dentro y en el sonido encontraba ecos de mi niñez. Leía los poemas de Anna Ajmatova y de Tsvetáieva, y  los hacía míos dejando que el llanto me inundara de nostalgia. Sus vidas habían sido terribles, pero sus poemas eran hermosos, transparentes para mi alma, leerlos me purificaba, me iluminaban el camino. Sentía que algo estaba cambiando dentro de mí  y seguía buscando esa vida mejor, que ya no era la misma de antes, ahora quería una Vida Mejor (con mayúsculas).
  Un día la abuelita se murió y la profesora me pidió que fuera a limpiar a su casa, era menos dinero pero no podía hacer nada más. Y aquí es cuando vuelve el bumerang.   Al cabo de unos meses no podía seguir soportando el acoso y un buen día me fui a la playa a pasear y decidí que debía volver.  Ella sabía lo de su marido y me ayudó; me dio dinero para el billete, me consiguió ropa y mil cosas para Lola. Pero de él no quiero hablar, sólo decir que la “profesión” de prostituta nunca es digna, a pesar de que algunos poetas, cantantes, escritores y demás, se empeñen en dignificarla, es una fórmula que han encontrado para  no sentirse sucios por comprar un cuerpo para su placer.  Perdonar si soy brusca, tenía que decirlo.
  Y aquí estoy viviendo con lo poco que tenemos, que es mucho. Lola habla ruso perfectamente y yo le hablo en castellano muchas veces, no quiero que lo olvide, ¡se llama Lola!, quizás algún día volvamos de vacaciones a Castellón a pasear por la playa y a comer naranjas (aquí son muy caras). Ahora trabajo, por una temporada que espero sea  larga, en el mantenimiento de Yásnaya Poliana (significa claro del bosque), el sueño de Tolstói, que también es el mío y el de mucha gente. Mientras tanto os leo y os doy las gracias por poder compartir la alegría de leer y escribir.
  Liudmila y Lola.

EN PLAN SOVIÉTICO
Verónica Segoviano
Вероника Сеговияно - Nika Segovianaya Piquerova
Mi nombre es Nadezhda Kruspakaia Vólkova y soy el punto rojo en el mapa que señala Moscú de esta web. Aunque yo no tenga la destreza que tienen ustedes para expresarme, me gustaría darme a conocer y revelarles algunos aspectos de mi vida.
Lo poco que miro la televisión me hace dudar si soy una mujer joven o ya no. Estoy soltera. Casarse joven es muy pronto y casarse vieja, muy tarde, decimos en Rusia. Tengo una gata que iba para humana, pero se quedó en gata. Fue un regalo, pero pagué por ella una cantidad simbólica para asegurarnos una buena vida juntas según manda la tradición. Se llama Eder, pero a mí me gusta llamarla Eder Marya, Eder María para entendernos, si es algo serio lo que tengo que decirle, o Eder Masha, Eder Mari, si es algo más distendido o cariñoso. No vayan a creerse, desde que ella me eligió como su persona de compañía, tuve claro quién estaba al mando. Su reinado no conoce la palabra sumisión. Sólo ha perdido los papeles cuando se enamoró de Dom Pérignon, uno de su misma especie. Hace años detecté que no le gustaba la música, sólo un programa radiofónico deportivo de los domingos por la tarde que suelo escuchar. Gracias a que tengo iPod y le he bajado varios podcast del programa, pasa las tardes de su vejez sumida en un apacible ronroneo mecida por el traqueteo del tren en mi pequeño compartimento. Es mi única compañía. Soy camarera en el Transiberiano. Azafata, lo llamarían ustedes si se tratara de RENFE.
Empecé en este oficio siendo la encargada de repartir las sábanas limpias el primer día de embarque y de mantener presentables los vagones. Con el tiempo ascendí. Mi misión era proveer a los viajeros de segunda clase de todo tipo de productos. A diferencia de mis compañeros, mi estipendio no se veía incrementado con mercancías procedentes del mercado negro, léase cerveza, alcohol, latas de sardina o caviar beluga iraní (ese de la lata azul, de esturión, especie al borde de la extinción), tráfico al que se ven sometidos los pasajeros en los eternos interludios que la pesada burocracia impone en los pasos fronterizos. En general, he sabido mantenerme al margen del hervidero de negocios turbios, sexo y profesionales del mismo, borracheras y sus consecuencias, las peleas. Gracias a esta habilidad, mi trabajo actual consiste en doce horas diarias de servicio a los pasajeros de los coches-cama de lujo y V.I.P., durante dos semanas completas, las que dura el viaje de ida y vuelta entre Moscú y Vladivostov. Puede que cumplir escrupulosamente junto a mis compañeros con la tradición “nos sentamos antes del camino”, recomendable antes de emprender un largo viaje para que vaya bien, haga que mi profesión me resulte apacible.
Más que rusa, soy moscovita. Los años de trato con la fauna variopinta que se desplaza en el Rossiya, me han hecho más abierta que el común de los rusos. A veces, más por desentumecerme que por otra cosa, cambio la ruta y me enrolo en el itinerario transmongoliano, otras en el recorrido transmanchuriano, y en contadas ocasiones en la ruta norte por el Baikal. Mis compañeros Lara Ivánovna Sóboleva, Misha Petrovich Tolstói y Valya Smirnovich Gólubev, titulares del puesto en estos recorridos, me lo agradecen. “Para un perro loco, siete versts (millas) no es un rodeo largo”, decimos en mi tierra.
Mi experiencia con españoles es corta. Un día mientras atendía un servicio me crucé con un señor español que me pisó. Como es costumbre en nuestro país, devolví el pisotón, cuidando que fuera moderado. Gracias a mis correctos conocimientos de castellano, pude explicarle que es una tradición de nuestro pueblo y evitar que me estampara un bofetón. Debió llamarle la atención, porque puso un especial interés en mi persona durante todo el viaje. Me enseñó cómo salvar las aduanas y sacar caviar en botellas de agua mineral. Lo más importante, insistió, era añadirle un poco de aceite para conservarlo y, claro, tener la paciencia de rellenarlas. Ahora con el jaleo de los aeropuertos se jodió el invento, pero entonces era una práctica común. El hombre, un señor de mediana edad que, aunque no festejaba nada en su viaje, se lo bebía todo, tenía la extraña creencia de que la mayoría de las rusas nos llamábamos Svetlana, éramos rubias y que era habitual que nos faltara una pierna. Eso le habían contado algunas putas con las que había tenido trato carnal, me dijo. Eso y que los rusos bebíamos vodka hasta que se nos empapaba el alma. No le quise sacar del error. Nunca trates de enseñar a un cerdo a cantar, perderás tu tiempo y fastidiarás al cerdo. Tampoco me molesté, es parte de nuestro triste imaginario esparcido por el mundo. También los hay que nos recuerdan por los magníficos coros del Ejército Ruso, por si quieren una muestra y escucharla mientras leen, les dejo este link:
http://www.youtube.com/watch?v=kK5XBaslNd0&feature=related
Otros nos relacionan con el Spartak de Moscú, mi querido Naródnaya Comanda, el equipo de fútbol popular, el único que no tiene una vinculación política ni está ligado a sector industrial alguno. Otros con Maya Mikhailovna Plisetskaya y el ballet, con el “Doctor Zhivago” (que se rodó casi toda en España), el ajedrez o la literatura. Un viejo dicho reza que añorar el pasado es correr tras el viento, pero la verdad es que se nos mire por donde se nos mire somos un país de nostalgias.
Lo que sí hice es explicarle a aquel hombre vacía de acritud y con la mera intención de informarle, la forma rusa de beber vodka: 1). El vodka nunca se mezcla con otras bebidas. Se bebe de los vasitos pequeños. 2). No se le pone hielo, la botella se enfría entera. 3). El vodka no se bebe antes o después de comer, sino que se acompaña con zakuski, entremeses. 4). Se pronuncian muchos brindis (tost), el más famoso es Na zdoróvie (¡Salud!). Aproveché también para recomendarle que, si tenía ocasión, probase la marca Russki Standart, a ser posible la categoría Imperia, lo máximo entre los casi cien tipos de vodka rusos. Ese que no ha probado más que una minoría entre el treinta por ciento de los consumidores confesos de alcohol en Rusia. Para ello me aproveché de la idea que tienen los forasteros de nuestro talante, el que nos cataloga como personas frías y reservadas, propensas a sonreír poco. Me cuidé mucho de explicarle que es una costumbre social sonreír sólo cuando saludamos a un conocido o coqueteamos o algo nos divierte. Quiso besarme, supongo que por un cóctel de agradecimiento y exceso etílico. Sin inmutarme, le hice partícipe de que los rusos no solemos besarnos si no somos familia o amigos y hace mucho tiempo que no nos vemos. Lo normal es que los hombres se den la mano y las mujeres inclinen la cabeza y digan Priviet (hola). Estuve a punto de decirle, pero hubiera sido fruto de mi corazón herido, que la gente no patina en invierno por los ríos y canales, fundamentalmente porque el hielo no es liso y está cubierto de nieve y que sí, los rusos tenemos frío como cualquier otra persona, razón por la cual nos abrigamos mucho cuando la temperatura baja de los cinco grados positivos. Es posible que los cuarenta grados negativos que padecía Mongolia y Siberia durante el trayecto le hubieran inducido a una conclusión equivocada. Se aprenden muchas cosas en los trenes.
Me gusta trastear con el ordenador, puede que para paliar la falta de relaciones normales que mi profesión me niega. Gracias a él pude hacer mi segundo contacto con la cultura española. Hace pocas fechas, una muchacha española me observaba mientras manejaba mi ordenador en el vagón restaurante. Era una estudiante de ruso y se interesó por el teclado de mi portátil. Debo precisar que dispongo de un teclado con el juego de caracteres cirílico añadido en azul sobre el teclado latino y que me defiendo en castellano, especialidad que escogí en la Universidad. La historia del teclado nos llevó a entablar una larga conversación. La chica me explicó que el teclado QWERTY lo inventó un norteamericano en el último cuarto del siglo XIX para la máquina de escribir Remington Nº 2, intentando distanciar las letras para procurar mayor rapidez al dactilógrafo. Por lo que parece la disposición de las teclas es la causante del síndrome del túnel carpiano, debido a su falta de ergonomía. Además permite escribir un montón de palabras con una sola mano, por cierto, muchas más con la izquierda que con la derecha según los anglosajones. ¿Sería zurdo C. Latham Sholes, el inventor, nos preguntamos a la vez? Este teclado es el mismo artilugio que se ha perpetuado en su evolución eléctrica y en su transformación digital.
Recientemente había yo podido leer “Typewritting Behaviour”, una investigación
del psicólogo August Dvorak y el doctor William Dealey, quienes desarrollaron una alternativa a este diseño estudiando la actitud tipográfica, la ergonomía y fisiología de la mano. Con los resultados obtenidos propusieron el teclado DVORAK, ubicando cada uno de los símbolos del inglés de forma más coherente para conseguir más dinamismo en el trabajo de escritura mecánica. La conclusiones resultan interesantes: es más fácil teclear alternando las dos manos; las letras más comunes y los dígrafos, puesto que son los más fáciles de teclear, debieran estar en la fila intermedia, que es donde descansan los dedos y las letras menos comunes en la inferior, que es la que más cuesta alcanzar; la mano derecha se ocuparía de la mayor parte del tecleado, puesto que la mayoría de las personas son diestras, aunque podría generarse un teclado “reflejo-espejo” para los zurdos; resultaba más difícil teclear dígrafos con dedos adyacentes que con dedos no adyacentes; la pulsación de teclas se debería desplazar desde los bordes del teclado hacia el centro, en lo que se denomina flujo interior del movimiento. Pero, a pesar de ser uno de los sistemas de codificación más similar al sistema de pensamiento y articulación conceptual humana, no fue el modelo estandarizado.
Se nos pasó el tiempo volando. Yo tenía hambre, ella me dijo que no. Me gustaba su compañía. El apetito viene durante la comida, le sugerí y terminamos cenando juntas. Borst, una sopa, y stroganoff con smetana, carne de cerdo con nata agria, para mí. Ella prefirió ensalada Olivié (algo parecido a la ensaladilla rusa española), y un blini (crep) de caviar rojo. Lo acompañamos con cherny jleb (pan negro), una cerveza Báltika y un Kvas (refresco sin hielo).
Cuando cerraron el vagón restaurante tuvimos que esperar a que un grupo de chinos acabaran de preparar sus noodles en el samovar que está situado al extremo de los vagones de tercera clase para poder calentarnos un té. En mi compartimento le pedí que se descalzara y le ofrecí unas zapatillas. Disfrutamos del té y del postre, Syrok v shokolade. Los rusos tomamos chai (té) a todas horas y solemos acompañarlo con dulces. Somos muy golosos. Animadas por estas curiosidades tipográficas, inventamos varios juegos. Le propuse palabras que pueden teclearse con una sola mano. Encontró carreteras, azafata y monopolio. Juntas descubrimos que en inglés “stewardess” y “monopoly” se ajustaban al mismo caso. Yo sólo fui capaz de encontrar vadá (agua) y obed (comida). Debí darle la impresión de ser una glotona. Nos reímos mucho. Después me propuso componer en un máximo de dos palabras algo inteligible tecleando con todos los dedos de ambas manos. Debíamos ser de las pocas que quedan ya que aprendieron la mecanografía al tacto. La noche se me hizo corta.
Durante el viaje hicimos cierta amistad y por las noches solíamos beber té en mi compartimento. A Eder Mari también parecía gustarle. La chica me tomó cierta confianza y me enseñó su diario de viaje, retazos del cual reproduzco a continuación:
“Yo quería ver qué había sido del sueño comunista y pensé hacerlo a lomos del Orient Express. He leído que el Transiberiano fue construido en la época zarista. La mano de obra empleada en su construcción se componía de convictos, en su mayoría de la Isla Sajalín, ‘coolies’ traídos de la India y soldados rusos. Resumiendo, pobres gentes. El mayor obstáculo en la traza fue salvar el lago dulce más grande de la tierra, el Baikal. Debido a que permanece congelado nueve meses al año, al principio se atravesaba a bordo de un ferry rompehielos inglés que trasladaba la locomotora y los vagones, mientras los pasajeros y sus equipajes eran transportados en trineos. En él podían verse los pescadores dedicados a la pesca del preciado Esturión. Entonces era un romántico viaje por tierras de zares. Hoy sigue siendo el transporte más usado por los rusos y transporta cerca del treinta por ciento de las exportaciones de este país. Ha sido utilizado en numerosas guerras, incluidas las mundiales.
Yo he tomado el tren en Moscú, la terminal occidental del Transiberiano, una imaginaria columna vertebral que atraviesa 9.288 kilómetros de territorio ruso entre la capital y Vladivostok, puerto sobre el mar de Japón en la costa del Pacífico. El tren Nº 1, el “Expreso Rossiya” en la jerga de sus usuarios, se llama así porque el rojo es el color que predomina en sus dieciséis vagones, casi medio kilómetro de convoy. Parte de Moscú a las 15:30 y atraviesa ocho zonas horarias. Su recorrido promedio es de ocho días y siete noches de viaje. Constituye el servicio continuo más largo del planeta a lo largo del país más extenso del mundo, el setenta y cinco por ciento del cual se halla en territorio asiático. A intervalos regulares se cambian las locomotoras durante el trayecto, se comprueban los bogies y se bombea agua fresca. China tiene un ancho de vía o trocha estándar, al contrario que Rusia y Mongolia, por lo que cada coche de pasajeros debe ser levantado para cambiar los bogies. La potencia de la locomotora es de diez mil caballos y su peso doscientas toneladas.
El andén suele estar abarrotado por una muchedumbre que mezcla rusos con algunos turistas. El tren tiene tercera clase, llamada platskartny, copada por rusos, mongoles y chinos; segunda clase con cuatro compartimentos llamados kupé, donde las paredes son de madera, las cortinas raídas y las flores de plástico; primera clase con dos compartimentos llamados spalny wagon y un vagón restaurante. Hay dos clases de acomodos: blando, con asientos totalmente tapizados; y duro, con asientos de plástico o de cuero. Los dos tipos de asientos se convierten en camas para viajar de noche. El olor a vodka y comida es intenso. Los pasillos son estrechos y huelen a humedad, pero la gente pasa allí la mayor parte del viaje. Cuanto más se adentra el tren en Siberia, más se animan. Los viajeros conversan, toman cerveza o se distraen con el paisaje. Por motivos económicos, el vagón restaurante se usa poco, por lo que los pasajeros cuentan con mesitas en sus compartimentos. Su antigua decoración mantiene el espejismo de un pasado esplendoroso: deslucido terciopelo color frambuesa, lámpara con pantalla rosácea sobre la mesa junto a las ventanas, espejos biselados, chapados falsos de caoba, cortinas descoloridas. El menú del tren es muy entretenido, tiene dieciocho páginas. La gente es amable y cordial y son numerosas las visitas de los otros viajeros entre departamentos, en cada visita los ocupantes ofrecen sus pocas posesiones a los otros pasajeros, en un intento de compartir la miseria de un país en crisis. Los empleados son agradables y resueltos.”

Hice una pausa en la lectura y agradecí el comentario en mi interior. Una palabra amable es mejor que un gran pastel.
“En su recorrido pasa por taigas, tundras, estepas, bosques y todo un completo marco de ecosistemas asiáticos. El tren se detiene en treinta y tres ciudades. Al inicio del viaje dejamos atrás los suburbios de Sverdlosk, donde fue asesinada la familia Romanov. En las cercanías de Moscú se suceden aldeas con campanarios blancos o dorados, como los abedules que cubren la campiña rusa en otoño. Siguiendo hacia el Este, nos introducimos en Siberia donde las anchas extensiones de praderas, valles, estepas y bosques son interrumpidas por ciudades industriales de arquitectura socialista.
Cada parada sustrae al itinerante de la rutina. El andén se convierte en un mercadillo improvisado que pertrecha al viajero. Sobre todo de comida local. Así se puede adquirir bayas de los bosques, arenque ahumado, pollo frito o asado, patatas calientes, pasta rellena, sopas de todo tipo, pan, galletas y embutidos, gaseosas, mucha cerveza y vodka. Sacos de arroz, fardos de ropa, zapatos de factura incómoda, lámparas recargadas y un crisol de utensilios cruzan las vías a hombros de todo tipo de personas, transformando el escenario en un colorido bazar.

Por las ventanillas, que no se pueden abrir, se ve durante horas el monótono paisaje, pero también imágenes de grandeza, pocas, y de fracaso, bastantes más. Parece que la mayoría de los rusos vivieron mal la receta comunista y ahora siguen igual con la receta que triunfó. Por lo poco que he hablado con ellos se diría que el capitalismo les ha arrasado como un tsunami. A los ricos, sean viejos o nuevos, porque confirman que lo pueden todo, a la gente común porque corroboran que no pueden casi nada. El dinero se concentra en las grandes ciudades, mientras el resto de la población continúa malviviendo, usando ropa ordinaria, buscando mejores trabajos, agrupada en frías arquitecturas de brutal estética carente de confort de ciudades pequeñas o en un inmenso espacio rural, cada vez más despoblado de gentes sacrificadas y dignas que habitan casas de madera mal comunicadas por peores carreteras.

Percibo una mirada triste en estas gentes que añoran algo que ya no existe, la protección del viejo Estado soviético. Pero también sospecho que tienen la costra hecha, que son valientes, íntegros y voluntariosos, a fuerza de sobrevivir a una historia plagada de crueldad. “

Leí de corrido y sólo me detuve para preguntarle algún término que se me escapaba. La visión que tenía de nuestra querida Federación Rusa me sorprendió y no a la vez. Era curioso ver la impresión que trasmitíamos al visitante. Se suponía que sin el gato, el ratón era libre, pero yo también había percibido la misma añoranza en el ambiente, sobre todo en la gente mayor. Desde la caída del comunismo, nuestros dirigentes nos vendían el espejismo de la democracia para seguir con la vieja costumbre de rezar a dios, pero manteniendo el juicio sano. Eran muy hábiles. Ya lo dice el refrán: dondequiera que va, un cerdo encuentra porquería. Y por otro lado para mí resultaba bonito comprobar que nuestras gentes seguían siendo las mismas que tenían permitido caer, pero para las que levantarse era obligatorio.

Me emocionó leer el diario de Andrea, que así se llamaba mi amiga española. Tanto que me atreví a redactar unas líneas para completar la historia con mi experiencia en el resto de rutas y algunos detalles interesantes.

“El Transmanchuriano realiza la ruta dos, cuyo recorrido coincide con el Transiberiano hasta Társkaya y sigue su recorrido hasta finalizar en Pekín. La ruta tres es la que recorre el Transmongoliano, que coincide en su traza con el Transiberiano hasta Ulan Ude, y luego enfila al sur hasta Ulaan-Baatar, tras lo cual sigue en dirección sudeste hasta Pekín. De creación más reciente es la ruta cuatro, el ferrocarril Baikal-Amur, que se separa del Transiberiano varios cientos de kilómetros al oeste del Lago Baikal y lo atraviesa por su extremo norte, para alcanzar e Pacífico en Sovétskaya Gavan. Este ramal se caracteriza también por atravesar zonas consideradas peligrosas.”

Aunque lo frecuento poco, no viene mal un poco de aventura. Esperaba que mi castellano fuera comprensible y que las notas le resultaran útiles.

“Dependiendo de la ruta, el tren puede llegar a extenderse un kilómetro y contar con treinta vagones. Los trenes disponen de compartimentos de lujo: coches-cama que incluyen aseos, un armario, un sistema audio, DVD, televisor con pantalla planas y aire acondicionado con un mando a distancia. Hay también coches V.I.P., diseñados para albergar a los directores de la compañía de ferrocarriles y a miembros del Partido en la época de la antigua URSS. Tienen cocina equipada, salón-comedor, habitación principal con despacho, armario, cuarto de baño con ducha y bañera.
El vagón restaurante cambia según el territorio. Ruso para empezar, mongol a continuación, chino para terminar. Ofrece una gastronomía poco refinada y experiencias desiguales: las emanaciones agrias de la ‘Solianka’ (sopa de repollo), los efluvios de carnero hervido o los fuertes olores a ajo.
En el corazón del desierto, una extraña intimidad invade los compartimentos. El atardecer alarga la sombra del tren. Dentro las luces borran el mundo exterior y las sombras bailan por los pasillos. El equipaje, bien amarrado, termina por abigarrar el espacio. Los días transcurren al son de una letanía de nombres que giran como el ritmo mesurado de las ruedas del tren. Las transiciones son lentas y se crean hábitos entre los pasajeros, que transitan hacia el samovar con paso vacilante, se sumergen en sueños que traspasan las ventanillas o juegan al ajedrez o las cartas, transportados en un trayecto infinito.
En tierra mongol y hasta llegar a Dantong, la estepa se extiende monótona, como planchada hasta el horizonte. Un jinete, un rebaño de camellos y un pastor que saluda, una cabaña, son signos de humanidad en la extensión sin fin. El tren desciende hasta la meseta mogola penetrando en un escenario de barrancos ocre parcheado de sauces. El paisaje fluctúa según las estaciones del año entre el tapiz de hierba, la erosión de las lluvias estivales y el paisaje lunar a partir de noviembre que culmina en el espectáculo yerto de las piedras en el frío invernal. Fascinantes tierras de epopeyas que incitan a la contemplación. El entumecimiento es el estado habitual ya de los pasajeros que mezclan ensueños, lecturas, conversaciones, confidencias, momentos privilegiados concedidos por un tiempo que parece olvidado. Hubo una época en que sólo contados diplomáticos de los países del Este los viajeros que tomaban el transiberiano para volver a la URSS desde China. Por entonces la partida de Pekín era solemne: vagones casi vacíos se ponían en movimiento frente a una hilera de guardias rojos que agitaban su librito cantando El Oriente es Rojo.”
El viaje acabó y de él mantengo la costumbre del juego que practiqué con la turista española. Dejamos de escribirnos pronto, arrastradas por esta corriente de dejadez y prisa que nos invade a todos. El otro día estuve jugando y me salió la combinación de palabras “pliegos volantes”. El buscador me llevó a su página web. Lo que allí leí me gustó tanto que vuelvo cada semana a leer sus escritos. Mi sorpresa ha sido encontrar estos días un mensaje dirigido a mí, el único punto rojo en Moscú que hay en su mapa. En ruso, para expresar que no se debe confiar en las casualidades, usamos el dicho “el quizá y el de algún modo no harán ningún bien”. Juzguen ustedes.
Quisiera cambiar mi naturaleza intrusa por la de invitada a su hogar literario. Como tal, entro en su monasterio despojada de mis propios privilegios. Según la costumbre rusa, he traído una tarta típica (tort) y diecinueve rosas rojas, siempre número impar, puesto que los números pares únicamente se utilizan en los funerales. Por supuesto, me he descalzado y he usado las zapatillas que me ha ofrecido una chica que convive en los pliegos y que me ha invitado a visitarles. De no ser así, no me habría atrevido a dirigirme a ustedes, porque ya se sabe que el huésped no invitado es peor que un tártaro. He traspasado el dintel de su hermoso blog, y les saludo desde dentro, hacerlo desde fuera trae mala suerte, con una agradecida inclinación de cabeza y un Priviet colectivo.
EL TERCER DESEO
Isabel Ubé

Se llama Irina y vive en Moscú, aunque nació en Sergiev Posad, también llamado Zagorsk. La mayor parte de su familia sigue viviendo allí, incluidos sus padres. Se dedican a la artesanía, sobre todo trabajos en madera, y tienen una tienda muy frecuentada por los miles de turistas, tanto extranjeros como rusos que se acercan a esta ciudad, situada a unos sesenta kilómetros de Moscú, ubicada dentro de lo que se llama “El Anillo de Oro”, círculo de poblaciones medievales al noroeste de Moscú, de una gran riqueza arquitectónica y artística. Sergiev Posad debe parte de su fama al rendir homenaje a san Sergio de Randonezh, patrón de toda Rusia, que fundó allí el monasterio ortodoxo de la Trinidad.
Irina visita a su familia con mucha frecuencia. Siempre que tiene un día libre, o vacaciones, coge el tren exprés desde Yaroslavsky vokzal y se presenta en casa de sus padres, que tienen una dacha en el campo. Es muy feliz allí, dando largos paseos por los bosques de abedules, visitando a sus amigos de la infancia que viven en parcelas cercanas y cogiendo setas cuando es la temporada. Cuando regresa a Moscú trae productos de temporada de la huerta que su madre le prepara: patatas, coles y zanahorias en invierno; manzanas, peras, ciruelas, cerezas en verano; frascos de confitura de grosellas y frambuesas en otoño.
Irina se despierta cada mañana con el sonido de la alarma de su móvil, pero no se levanta enseguida. Espera que su gato Misha le dé los buenos días subiéndose a la cama y topándola en el cuello y la cara, exigiéndole su comida. Lo recogió de la calle una noche al volver a casa del trabajo, pequeñito, muerto de hambre y frío. Justo una semana antes había estado en el “teatro Kurlachev de gatos” con su amiga Olga y la hermana pequeña de ésta. Quedaron admiradas de ver todo lo que estos animalitos podían llegar a hacer y lo bien amaestrados que estaban. No creía que Misha llegara nunca a alcanzar ese tipo de educación, pero era muy mimoso, blandito y tierno y le hacía mucha compañía cuando se quedaba sola.
El ventanal de su habitación deja que la luz, y muchas veces el sol, se cuelen en el dormitorio. Cuando ya es consciente del amanecer de un nuevo día, sus ojos buscan, en la estantería que cuelga de la pared frente a su cama, entre los libros, la pequeña matryoshka que le regaló su abuelo. La hizo él mismo, con madera de abedul – o de tilo – nunca se acuerda, y también la pintó. Una muñequita preciosa de cara redonda y ojos azules, como ella, vestida con el sarafan. Su abuelo se la regaló cuando tenía ocho años y le dijo que le traería suerte, que era mágica y que le concedería deseos. Cinco pequeñas muñecas lleva la matryoshka en su interior, cada una dentro de la otra. Cada vez que un deseo se cumple, debe abrir la muñeca y liberar a la que está dentro. Irina va por el tercer deseo. Por eso, cada mañana, piensa que ya queda un día menos para sacar otra figurita. Eso hace que viva ilusionada a la vez que impaciente.
Por fin se levanta y va directamente a la habitación de su hermano Sergei para despertarlo. Si no fuera por ella, seguro que muchos días llegaba tarde al trabajo.
Tiene veinticinco años y su hermano veintinueve. Viven juntos en un pequeño apartamento de dos dormitorios en el distrito de Arbat, en una casa de estilo constructivista convertida en apartamentos, con grandes ventanales. Le encanta vivir en este barrio porque trabaja en una librería muy cerca de su casa, y porque es uno de los lugares más frecuentados de Moscú. La calle Arbat es la más famosa de la ciudad, llena de pintores en la calle, cafés con terrazas, tiendas de recuerdos, malabaristas, músicos… y su famoso “Muro de la Paz”, compuesto por cientos de azulejos pintados en honor de la amistad internacional.
A Irina le encanta leer, escribir, pasear, salir con sus amigos y relajarse en una banya, típica sauna rusa. Sus padres tienen una en la dacha, pero en Moscú frecuenta una pública con sus amigas.
Conoce bastante bien el idioma español porque estudia por las tardes en el Instituto Cervantes. Su hermano trabaja allí, en las oficinas.
Hace aproximadamente un año, Segei acudió a la librería en la que trabaja Irina con un amigo, un español que buscaba un libro determinado para concluir un trabajo de un curso que estaba haciendo en la Universidad de Moscú. Sergei los presentó e Irina se prestó a buscarle el libro. ¡Qué chico más guapo! –pensó-, guapo y con unos ojos color de miel que no dejaban de mirarla.
Desde ese día fueron inseparables. Irina le presentó a sus amigos y recorrieron calles, cafés, y algún que otro restaurante como el Mari Vanna, de comida tradicional y decorado como si estuvieses en el comedor de casa. Muchas noches se acercaban al Café Margarita para escuchar jazz en directo.
Se dieron cuenta de que sus aficiones eran parecidas. A los dos les gustaba la literatura, leer y escribir. El chico guapo de ojos de miel había venido desde la ciudad española de Castellón, le contó que el año anterior había asistido en su Universidad, la UJI, a un taller de escritura, y que publicaban sus escritos en el blog “Pliegos Volantes”. Cuando estuvo sola, Irina buscó en Internet el citado blog, y leyó los relatos del chico español. Le pareció que escribía muy bien, con estilo y sensibilidad. Leyó también los relatos de otros asistentes al taller y desde entonces es asidua a visitar el blog.
El chico español hace unos meses que regresó a su país, pero mantiene contacto con Irina, vía mail. Ella ha ahorrado todo lo posible y lo imposible y ha podido comprarse el billete de avión que la llevará a España.
Dentro de diecisiete días, acabado de estrenar el mes de agosto, Irina llevará a Misha a casa de sus padres. Al día siguiente, Sergei la acompañará al aeropuerto y ella subirá al avión que la reunirá por fin con el chico español y guapo, de ojos de color de miel. Y la tercera muñeca saldrá de su escondite para siempre.

A VEINTE GRADOS BAJO CERO
Maribel D`Amato
Cuando abandoné el taxi que me trajo desde Sheremetievo a la mismísima puerta del piso que iba a compartir con otros cuatro estudiantes de otros tantos países, el corazón me latía muy fuerte. Tenía ganas de vivir la experiencia de una beca Erasmus en esa ciudad, y, al mismo tiempo, extrañaba todo aquello que dejé en España. Mi Alicante natal, el luminoso sol reflejado en el mar, mi novia, mis padres, mis dos hermanas pequeñas y en suma, todo lo que había dejado para vivir esta aventura moscovita.

Al salir del coche un frió intenso rozó mi cara y mis manos, cogí mis maletas y abrí el portal con la llave que me había dejado la agencia en el mostrador de Iberia, metí los bultos en el ascensor y subí al quinto piso; llamé primero por si hubiese alguien dentro y en unos segundos vi la cara pecosa de Bianca, estudiante de piano llegada desde Milán. Ella fue la que, en un correcto inglés me puso al corriente de todo.

Allí íbamos a vivir, al margen de ella y yo, un paquistaní estudiante de letras que llegaba al día siguiente  y Matt, estudiante de Economía llegado la noche anterior concretamente desde Chicago.  Conversamos durante quince minutos, no más, pero fueron tan intensos que me enteré a cuantas paradas de metro nos encontrábamos de las diversas facultades, donde estaba el supermercado mas próximo y la ropa que había que ponerse a diario mientras durase este crudo invierno porque, desde que Bianca llego a Moscú, el termómetro no había subido de los veinte grados bajo cero.

Transcurrido este tiempo, me dirigí a mi habitación y me dispuse a deshacer las maletas y a ordenarlo todo en el armario, una vez todo en su sitio, localicé la mesa de estudio, abrí la cartera, saqué mi ordenador, lo conecté y me dispuse a enviar mails a todo bicho viviente al que ya echaba tanto de menos.

A mi  novia le conté de pe a pa todo lo que había hecho desde el último beso que nos dimos. A mis padres y a mis hermanas  les dije que el viaje bien, el piso bien y el clima de espanto. A mis amigos les hablé de Bianca y luego, una vez hube cumplido con todos, me puse a navegar. Primero busqué todo lo que me interesaba de Moca, saqué documentación y lugares de fuera de Moscú que quería visitar. Luego me metí en la página de Mac Donals y envié mi curriculum para poder trabajar  y así sacarme un dinerillo para visitar otras ciudades rusas y, una vez organizado todos los papeles, dediqué mi tiempo a un juego que había inventado hacía años y que me divertía mucho.

Llevé el ratón al icono del Google y empecé a colocar letras al azahar en plan "Cifras y Letras". Consonante, consonante,vocal, vocal, consonante,vocal, consonante (pliegos), consonante, vocal,consonante,vocal,consonante,consonante, vocal, consonante (volantes); le di a intro  y  salió. Apreté el ratón con doble clikc y, ante mí una serie de escritos.Pasé la tarde leyéndolos y cuando me di cuenta eran ya las doce y media de la noche. El tiempo había volado sin apenas apercibirme de los ruidos emitidos por mi estómago en huelga forzosa de hambre.

¿Quién  sería Verónica?  ¿Y Dori? ¿Mar? ¿Vicenta? ¿Pura? ¿Iker? ¿Juan Carlos?¿Mª Elena? ¿Marta? ¿Leopoldo?¿Maribel?.etc. Sus relatos, sus versos, todo me atrapó, me trasmitió, me invadió de sentimientos muy diferentes. Noté en sus relatos un gran amor por la escritura .

Y seguí buscando. Taller de escritura de la Universitat Jaume I en Castellón. Todos los jueves de cinco a ocho, desde Octubre a Mayo, su profesora Rosario Raro.

El hambre y el sueño me hicieron levantarme de la silla. Fui a la cocina y me calenté un vaso de leche, me lo llevé a la habitación y nada más poner la cabeza en la almohada me quedé profundamente dormido. Fue una noche intensa y llena de personajes, unos conocidos y otros no tanto. Pero, al levantarme, una fuerza centrífuga me llevó a la mesa de mi portátil y escribí. Pliegos volantes. Ahí estaban todos, encabezados por Rosario. No era un sueño. ¡Que suerte!. Esta noche, cuando vuelva de mis tareas, los veré de nuevo y si me atrevo,escribiré un relato que dedicaré a Rosario . Lo titularé " A veinte grados bajo cero".

Moscow, 29 de Febrero del 2010, frío eterno.
(IQuer)

Querida Rosario:
Estoy tremendamente emocionada tras saber que voy a ser objeto de vuestro próximo ejercicio. Espero leer vuestras suposiciones sobre esta desconocida, aunque no creo que nadie se aproxime a intuir la crudeza de mi realidad, pues una vez más, esta supera a la imaginación más extrovertida.
Quizás supongáis que soy española, tal vez una estudiante acabando un Máster por estos lares, o una enamorada que cambió de país en pos de un apuesto moscovita. Nada de eso, soy rusa y en mis años mozos pertenecí a la K.G.B. sirviendo como espía al servicio de la gloriosa C.C.C.P. Me enviaron a la España de un Franco moribundo, la transición estaba cerca y nuestros servicios de inteligencia tenían que tomar posiciones en una democracia que estaba a punto de emerger.
Misión KIKO-F (Plan A): Enamorar y casarme con cierto alto cargo del gobierno para sustraer valiosa información.
Gracias a mi belleza y gran sutileza comencé pronto mi vida marital. Fríamente iba sustrayendo toda la información que requerían mis superiores, pero a veces las cosas no salen según lo previsto, y tras cuatro años de convivencia me enamoré perdidamente. También en la K.G.B. cambiaron de opinión respecto al espiado, pasó de ser alguien útil a una amenaza de alto nivel.
Misión KIKO-F (Plan B): Eliminar al enemigo en menos de 7 días.
Antes de cumplir mi objetivo opté por incumplir una regla de oro en el manual del espía y dediqué esa semana en concebir lo que ha sido el fruto de nuestro amor. Rosario, pudiera parecer que cometí una locura, que fui despiadada y fría, que no tengo corazón, pero, ¿qué podía hacer sino rezar para que aquel proyectil que le atravesó la cabeza no me borrase de su cerebro? Viví la semana más intensa de mi vida jurando recordarla y recordarlo hasta el fin de mis días.
Ahora vivo sola en Moscú. No me volví a casar ni tuve más hijos que mi amada Marta. Hace poco me jubilé con la ilusión de acabar mis días en paz, pero vuelven a aflorar con fuerza los sentimientos de culpa que creía dominados. Son varios los meses de pesadillas continuadas y he descubierto con rabia que ni siquiera soy capaz de suicidarme. Albergo la esperanza de que Martita averigüe la verdad y me haga pagar con la pena máxima por arrebatarle a un padre que siempre le oculte.
Tal vez veáis improbable que ella pueda eliminarme si descubre el secreto, pero si os dijese que ya me encargué de que siguiese mis pasos y que ahora es una fría espía de alto nivel... ¿Castigo o indulto? Acataré su sentencia.

Es por la importancia de que perdure esta información por la que he elegido tu blog para custodiar esta carta, un legado que quiero perdure aletargado hasta que la agente RATAM (MARTA así le gusta disfrazar su nombre ya que si se lee al revés..., vamos, como ROMA Y AMOR pero a lo bestia) lo descubra. Esto es más que probable pues la palabra que más le gusta rastrear es Moscow, la misma que encabeza estas letras.
La idea de sincerarme en la red la albergaba desde hace tiempo, pero tenía miedo de plasmar esta parte de mi vida en alguna página frágil y que pudiese ser arrasada por las tormentas ciberespaciales. Menos mal que os encontré a vosotros, un bello telar plagado de piedras preciosas, que si bien pueden pulirse con el tiempo, ya irradian el aura de puros diamantes.
Un lienzo magistralmente hilvanado por tu dulzura y ese abultado sentido de la belleza. Resultado, un cálido abrigo que cada vez se sostiene con más visitas, con más botones rojos que crecen como níscalos en otoño por todo el mapamundi, con más corazones que acogerán vuestro legado a lo largo del tiempo. Y a sabiendas de que este santuario virtual quedará manchado por mi oscura confesión, por favor, permite que se aloje junto a vuestras letras, paciente, bajo una fecha imposible en un 2010 bisiesto, bajo un manto bello que oculta algo siniestro.

Pd.: Elige el momento de colgar esta carta para dar o no pistas sobre mi vida a tus alumnos.

Fdo.: Petra Marujenka

Besos, gélidos besos.
 


  EL VERANO
Mar Olmedo

Nastia, se levanta temprano, sobre las seis de la mañana ya está en pie, tiene mucho frio, como todos los días.
En su pequeña casa sólo hay un sitio en el que se está calentita, al lado de la chimenea, quedan siempre rescoldos de la noche anterior.
El que su padre preparó, cuando llegó de trabajar, su madre está en cama desde hace años, una enfermedad de los huesos la dejó postrada, y apenas se levanta.
Nastia tiene ocho años, se lava la cara con agua helada y se va camino de la escuela, no le gusta nada el camino, es helado y se hunden los pies por la nieve, necesita mucha concentración para no resbalarse.
Cuando llega a la escuela tiembla de frio y no puede concentrarse.
Le gustan las mañanas, en Moscú sobre las tres y media ya anochece,le gustaría aprovechar la luz al máximo.
Hacía el mediodía vuelve a casa y prepara la única comida del día, le lleva un plato a su madre y guarda un poco para el padre, que llegará mucho más tarde.
Ultimamente anda preocupada por lo mucho que bebe vodka su padre, desde que su amiga Daria le contó, que oyó a su madre decir, que muchos hombres en Moscú se mueren de frío, pero porqué se emborrachan de vodka, se quedan dormidos en cualquier sitio y se congelan.
Hoy la maestra ha hablado de otros paises y de cosas desconocidas que le han impresionado...
Les comenta que hay una comida que se llama "fruta", que es deliciosa, tiene varios colores, es jugosa,y que cuando la comes se te llena la boca de zumo y azucar, también la hay en Rusia, pero cuesta muchos rublos comprarla.
Esta contenta, su padre le dijo anoche, que si estudia y es buena, a lo mejor algún día podrá viajar y conocer otros paises.
Al fin podrá saber qué es el "verano", le suena tan bien.


Desde Rusia, con amor
Elena Torrejoncillo

     Hacia mucho frío aquella mañana de Febrero en que Sergei despertó con una energía renovada. Se sentía feliz. Por fin había tomado la decisión, largamente deseada pero siempre aplazada por diferentes motivos, de conocer la tierra de sus antepasados.

     Hasta donde alcanzaban sus recuerdos de niñez, podría reproducir, casi palabra por palabra, los relatos de su padre, impregnados de nostalgia, acerca de su pueblo natal al que nunca más pudo regresar. Pero él había decidido que iba a cumplir ese sueño.

    Su padre era de origen español, asturiano más concretamente, y había sido un “niño de la guerra”, como se conocía a los niños que durante la Guerra Civil Española fueron enviados desde las zonas republicanas a Rusia con objeto de protegerles de los horrores de la guerra.

      Le contaba que había embarcado en el Puerto de Muset (Gijón) el 24 de Septiembre de 1937 junto a mil cien niños más, y auxiliares y educadores que iban a ayudarles para que fuese más llevadera la ausencia de los padres y demás familiares. Nunca olvidaría esa fecha. Él contaba doce años y era de los más mayores, por eso, quizá, llevaba con más fuerza grabada la imagen de su querido Llanes en el corazón. Los verdes prados y las espumas del mar Cantábrico, el olor de sus olas y la barca con que su padre se ganaba la vida permanecieron para siempre en su interior.

     Todo quedó atrás bruscamente, aunque les dijeron que iba a ser por poco tiempo. Al llegar a Leningrado, los alojaron, junto a sus acompañantes, en las llamadas “Casas infantiles para Niños Españoles” instaladas en edificios que habían pertenecido a la antigua nobleza soviética, y en las que aún se podían apreciar vestigios de su antiguo esplendor, pero eran grandes y frías, muy frías. Llegó a haber un total de dieciséis casas de este tipo. Pero aquel  no fue un tiempo del todo malo. De no ser por la añoranza de la familia, decía que incluso se podía ser feliz, aunque los meses iban pasando y el momento del regreso no llegaba nunca.

     El problema estalló de repente con la II Guerra Mundial. El 26 de Junio de 1941, se produjo el ataque del ejército alemán, y las casas de los niños se vieron afectadas por el bloqueo durante el duro invierno 41/42. Finalmente, en la primavera, el Gobierno ordenó la evacuación de la zona hacía lugares más seguros. Él, considerado ya no tan niño, hubo de colaborar en tareas de retaguardia. Fue una temporada especialmente dura de la que ya no gustaba tanto hablar. Aunque aún se consideró afortunado pues a otros compañeros suyos –no mucho mayores- les obligaron a incorporarse al ejército rojo y algunos ya no regresaron.

    Con el final de la Guerra se inicio un periodo de gran penuria económica. En plena Guerra Fría no se les permitió abandonar Rusia, salvo a algunos que partieron hacia Cuba. Aunque con el recuerdo de su tierra y gentes clavado siempre en el corazón, fue consciente de que no tenía más vida que aquella y había que vivirla. Obtuvo la doble nacionalidad. Pudo seguir unos estudios –para entonces ya hablaba  ruso a la perfección- y consiguió encontrar un trabajo con el que ganarse la vida.

         En el año 1956, por mediación de la Cruz Roja se llegó a un acuerdo entre los gobiernos ruso y español, por el cual regresaron casi la mitad de los que habían partido. Él estuvo tentado, pero por aquel entonces ya se había casado con una joven rusa a la que adoraba y tenían dos  hijos muy pequeños. Les pareció que dejar atrás una situación estable y todo lo conocido para marchar poco menos que a la aventura era muy arriesgado. De hecho, muchos de los que partieron volvieron a regresar por problemas de inadaptación a la vida española de entonces, tan distinta a la que ellos recordaban. Él hubiera podido considerarse feliz con cuanto había conseguido de no ser por aquel pellizco de nostalgia que siempre le acompañó.

     Quiso que sus hijos hablasen español con la misma perfección que el ruso, y desde muy niños hablaba con ellos en ambas lenguas. Y supo transmitirles el amor por su tierra. Sobre todo Sergei demostró siempre un gran afecto por todo lo español. Tanto así que condicionó su profesión. Era traductor y colaboraba asiduamente con la Embajada española. En ocasiones, si observaba un grupo de turistas españoles extasiados ante algún monumento, no tenía reparo en acercarse para preguntar de donde procedían y ponerse al día de la actualidad española. También le fascinaba navegar por Internet y descubrir lugares interesantes.

        Fue así, por azar, como suelen ocurrir estas cosas, que un día descubrió un blog llamado “Pliegos volantes”. Allí escribían sobre los más diversos temas un grupo de personas que asistían a un taller de escritura en la Universidad de Castellón. No sabría decir por qué, pero le enganchó. Tanto es así que, cada semana, esperaba con impaciencia el momento de conectarse para leer sus relatos. Le hacían sentir un poco más cerca de su soñada España y hasta parecía que, en cierto modo, se sentía entre ellos como un amigo más.

       Tal vez fuera ese el detonante que necesitaba para darse cuenta de que había llegado ya el momento de visitar España. No iba a demorarlo más. Su padre murió sin poder realizar su sueño, pero él iba a cumplirlo por los dos. Tenía claro el origen: Llanes. A partir de ahí visitaría el máximo de lugares posible y, desde luego, en algún momento tendría un encuentro con sus amigos de “Pliegos volantes” en Castellón.
  

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