Medio campo quedó enmudecido, en el más absoluto de los silencios.
Mientras… el otro medio…
¡Gritaba, vociferaba, chillaba… rugía!
En apenas unos segundos se acababa todo. La final de Futbol americano de ese año dependía del desenlace de aquel encuentro. De un solo golpe. Del acierto o el fallo de un solo hombre: Alex Rovira.
Alex, un joven y fornido mocetón de 1,92 metros de altura, tomó el amelonado balón con ambas manos y le buscó asiento en el suelo hasta que, éste, quedó de pié y como él quería. Lo miró y retrocedió unos pasos. Lo volvió a mirar y retrocedió unos pasos más. Entonces, sin perder de vista el balón, comenzó un pequeño ritual. Con la puntera de su pie derecho golpeó tres veces la parte trasera de su pie izquierdo; a continuación, con la puntera de su pie izquierdo golpeó la parte trasera de su pie derecho. Lo repitió varias veces hasta que… después de santiguarse, comenzó a correr hacia la pelota.
El público permanecía expectante, unos gritando y otros enmudecidos. Algunos se taparon el rostro para no ver lo que sucedía, otros se lo taparon para no ver lo que no querían que sucediera.
El pie derecho de Alex impactó en la base del balón y éste empezó a elevarse hacia una dirección desconocida. Si con esa dirección el balón conseguía pasar entre los dos palos de la portería ganaban unos; pero, si no lo hacía, ganaban los otros.
Su memoria desanduvo en décimas de segundo, varios años en el camino de la vida. Su hijo tendría entonces unos cuatro años. Recordó, como si lo volviera a vivir, el momento en que, al volver un día a su casa, oyó a su mujer como se desgañitaba hecha un basilisco intentando conseguir que Alex cenara.
La llegada de su marido supuso un gran alivio para ella.
-¡Joan, por favor, inténtalo tú! ¡Lo de este niño es insufrible! ¡Como siga así, como continúe sin querer comer lo vamos a tener que llevar al pediatra! ¡Todos los días lo mismo! ¡Dáselo tú que yo no puedo con él! ¡A ver si a ti te hace más caso! Yo mientras me voy a fumar un cigarrillo para tranquilizarme.
Joan, que venía cansado de un día desbordante de trabajo, hizo de tripas corazón y se sentó junto a su hijo. Tomó la cuchara, la llenó del puré que le había preparado su madre para cenar y miró a Alex. Alex le miró a él. Acto seguido, la cuchara fue al encuentro de la boca del niño al mismo tiempo que, la boca cerrada del pequeño, fue al desencuentro de la cuchara. Alex no quería cenar.
-¿Que hago ahora? -se preguntó Joan.
En la vida, algo en apariencia insignificante, de repente, por uno de esos avatares del destino se hace importante. Joan miró la mano de su hijo. El niño asía con fuerza un pequeño muñeco llamado Hank, el arquero de una serie que Alex veía todas las semanas: “Dragones y Mazmorras”. Para el pequeño, Hank, era algo maravilloso. Era su héroe.
-Que fuerte es Hank ¿verdad hijo?
-¡Sí! –le contestó el niño.
-¿Es el mas fuerte de todos?
-Sí.
-Y… ¿Tú quieres ser tan fuerte como él cuando seas mayor?
-¡Siiiiií…! –le respondió eufórico el niño.
-Pues para conseguirlo tienes que comer mucho, tienes que hacerte un Tragón para ganar al Dragón.
Es curioso como a veces, una fortaleza que está cerrada a “cal y canto”, es abierta con una insignificante llave. Algo parecido sucedió desde aquel día con Alex. Cuando no quería comer, sus padres le preguntaban si quería ser como Hank y la muralla impenetrable de su boca se abría de par en par.
Alex fue desde ese día el “Tragón” que quería su padre. Tanto es así que, años después, para combatir una incipiente obesidad, fue a un gimnasio y empezó a practicar el fútbol americano y… aquel niño, que de pequeño disfrutaba persiguiendo con su arco dragones; en el transcurso del tiempo, se convirtió en su defensor, en uno de los jugadores puntales del “Barcelona Dragons”. El equipo de los Dragones que ese año podía ganar el campeonato.
-¡Como ha pasado el tiempo! –pensó Joan- ¡antes tan pequeño y enclenque y ahora…
¡GOL! ¡GOOOL! ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!
El balón, acababa de pasar cerca de los palos de la portería pero por dentro. El campeonato era de Alex y los suyos.
Silencio.
Medio campo quedó enmudecido, en el más absoluto de los silencios.
Mientras… el otro medio…
¡Gritaba, vociferaba, chillaba… rugía!
Pero… los papeles se habían cambiado, ahora eran los que antes chillaban los que de repente enmudecieron y se quedaron como pegados a sus asientos y, los que habían permanecido hasta ese momento silenciosos, ahora saltaban de alegría y se abrazaban y… primero unos pocos y después todos al unísono empezaron a cantar entusiasmados:
-¡Alex, Alex, Alex, tú si que vales!, ¡Alex, Alex, Alex, tú si que vales!...
Al oír aquello, Joan y Paula, henchidos de una desbordante alegría por el triunfo del equipo de su hijo, se miraron con ternura.
-La que vales eres tú cariño –le dijo Joan a su mujer- porque sin ti Alex no estaría en este mundo.
-Ni sin ti hubiera sido el Dragón que ahora es -le respondió ella.
Después, se fundieron en un abrazo.
5 de Noviembre de 2009
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