miércoles, 11 de noviembre de 2009
EL SÉPTIMO CIELO
Pura Simón
El día del Corpus Christi, como no podía ser de otra manera, amanece radiante. Los primeros rayos de sol se cuelan por las rendijas de la persiana del cuarto, iluminando de manera celestial el impoluto traje y despertando con una sonrisa en los labios a la angelical niña que va a lucirlo en el que será “el día más feliz de su vida”. Entre el duermevela del amanecer y la excitación por el gran acontecimiento que se aproxima, la niña Jessica se encuentra en un estado que casi se diría divino.
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Con las primeras luces del día, el estado de los noctámbulos parroquianos sigue imperturbable tras horas de espasmódica agitación. Los cuerpos continúan moviéndose como autómatas al son de la incesante música bajo descargas incandescentes. Dominados por una fuerza superior que les prohíbe parar, ejecutan incansables (sólo algunas gotas de sudor corren por sus frentes) su ritual dominical. Se trata de resistir y resistir, y para ello no falta la mano protectora del chamán dispuesta en todo momento a suministrar, en forma de pastilla, la energía necesaria para no flaquear. Las caras rígidas y desencajadas se miran sin verse, nadie se dirige al otro pero se reconoce en él y, lo que es más importante, se siente integrado y reconocido por la tribu. No hay leyes escritas sobre en qué debe consistir la ceremonia pero todos conocen perfectamente los pasos a seguir.
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Los pasos de la niña Jessica se dirigen tras los de las demás niñas hacia el altar, donde se culmina la liturgia con el momento climático de la comunión. Las criaturas congregadas parecen haber alcanzado el éxtasis tras haber tragado, a duras penas, la santa forma, cerrando los ojillos y juntando las manitas sobre el penitente rostro infantil.
La mamá de Jessica la contempla triunfante, sin poder evitar que una lágrima resbale por su mejilla. Ella se ha encargado de que su única hija reluzca como ninguna otra cual estrella en el firmamento, y no ha escatimado en gastos a la hora de elegir atuendo, aderezo, tocado y todo tipo de complementos religiosos para la ocasión, aunque durante el próximo medio año haya que andar privándose de otros menesteres.
El papá, conocedor “en profundidad” del sector hostelero y sus variantes, sobre todo por las horas que lleva acumuladas a lo largo de su vida vaso en mano y codo en barra, se ha brindado a organizar la celebración del evento, a pesar de que la mamá (y menos aún los papás de la mamá) no confían demasiado en su eficacia para gestionar dicha tarea. En fin, hay que dar un voto de confianza al “ex”. Para una vez que se ofrece a hacer algo... Los papás de Jessica están separados, y malavenidos, pero han decidido dejar de lado sus desavenencias y procurar que la niña tenga un recuerdo feliz de este día.
El papá conduce a los invitados al lugar elegido, donde será recibido con honores propios de un dios por la clientela que, aferrada a la barra, toma la última, o la primera, quién sabe. El local, a las dos de mediodía, como Cenicienta, se transforma en “Salón climatizado para bodas, bautizos y comuniones”, pero los comensales se han adelantado, y la fusión y la confusión que se origina dentro del recinto produce la apoteosis final.
Algunos convidados, a pesar de no comulgar con determinadas formas de diversión, se lanzan al ruedo ¡Qué coño, un día es un día y en esta vida hay que probarlo todo! La mamá de Jessica y las mamás de sus amiguitas intentan desviar la vista de sus pubescentes hijas del contoneo de las provocativas gogós, pero a las niñas se les van los ojos tras ellas y, lo que es peor desean emularlas ante las aterradas caras de las mamás. Los abuelitos de Jessica no salen de su espanto al presenciar el espeluznante espectáculo. El papá ya va por “la tercera”. Si a eso añadimos los dos coñacs ingeridos en casa para salir templado, no es de extrañar que a estas alturas se encuentre con la corbata a modo de turbante, bailando encima de la barra y animando a su niña y a sus secuaces a acompañarlo. Además, en un gesto de esplendidez (el día lo merece), grita desde las alturas que todo corre por su cuenta. La sala entera no duda en apuntarse a la causa y echa los restos en explosivas mezclas alcohólicas y anfetamínicas. La mamá no puede creer lo que está viendo. ¡Hasta dónde puede llegar la desfachatez de su “ex”! Inevitablemente, los nervios acumulados durante las últimas semanas desembocan en una crisis de ansiedad por la que tendrá que ser asistida por el SAMUR, que ya que está allí aprovechará para reanimar a algún que otro perjudicado.
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La niña Jessica ya descansa en su cama tras la agotadora jornada, pero, entre sueños, en su cabecita se agolpa una serie de imágenes que la sobresaltan y que perturban su sueño: ángeles con pálidas caras descompuestas danzando como saltimbanquis alrededor de ella y que le impiden acercarse a su mamá, la cual no cesa de llorar desgarradoramente, encerrada en una gran jaula y rodeada por una legión de enfermeras que bailan ligeras de ropa suministrando sin parar pastillas a su presa; y de las alturas desciende sobre una gran bola de brillantes cristales un dios con cara de papá derrochando inmensas obleas de colores sobre la ansiosa hermandad, que, cual hambrientos perros, se abalanza sobre ellas.
La niña Jessica despierta despavorida y llama a su mamá. Ya está amaneciendo y la claridad que traspasa la ventana alumbra el blanco vestido. Jessica sonríe.
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