De la elefantiasis hay una variedad literaria, menos terrible que la enfermedad provocada, supuestamente por los parásitos de los países siempre cálidos. Es de igual modo persistente y crónica, pero no incapacita sino que entre otros efectos, proporciona al lector unas gafas de aumento con las que acercarse a los libros futuros.
Esta visión ampliada, como síntoma, comienza a manifestarse una vez recorrida la última frase del libro: “Y entonces todo sucedió en un instante”.
Esta clausura es engañosa porque la colección de relatos no acaba ahí.
Tampoco hay perdices, el único vestigio de estas aves es la pluma alada, o la estilográfica emplumada, que identifica a sus Editores Policarbonados.
El lector es pescado desde la cubierta de este yate monocromático, un barco laboratorio al que el color oro viejo protege del óxido. Dentro, en los pasillos y camarotes cuelgan las ilustraciones de Carmen Puchol.
A bordo no se investiga a los personajes sino a quién se acerca a ellos sobre las páginas. Cuando lo advierte, al lector ya se le han inoculado imperceptiblemente y en pequeñas dosis, partículas de verdad, que por pertenecer a la literatura son imperecederas.
Durante el crecimiento posterior y debido a ciertos reactivos se producen a veces deformidades en quien lee, si estos elementos no son asimilados por su organismo debidamente. Como en la mayoría de casos, esto depende de la naturaleza y las condiciones de salud desde las que se parte.
Las primeras manifestaciones coinciden con la reaparición de los protagonistas en escenas que no sucedieron y en moviola, hacia atrás, en esta operación de montaje: los gemelos se sientan junto a Silvia en el sofá, Samuel se queda en la cama de la bibliotecaria, Mercedes y Alicia prefieren el probador de una tienda de artículos para practicar deportes de riesgo, nace por fin el hermano del rey de la calle, la sandía abierta bajo las primeras luces se parte, las gentes de vino áspero descubren los licores dulces y los de sexo clínico se operan inversamente.
En una fase más avanzada, se presencia un fusilamiento pasional, el lector tose en la misma habitación que comparte con los detectives salvajes, y después, encuentra solaz en las caricias a un anciano de envergadura abusiva y corpulencia casi mórbida, que necesita mimos, como todos.
Si cursa con delirios y fiebre, entonces el contagiado, le dirige la palabra a alguien que espera al cartero en la encrucijada, para no hablar con él, desde que lo dejaron huérfano unos martillazos. Y entra en acción, cuando decide vendarles los ojos a Julio y a Andrés en el almacén de la enfermería, donde están ocultos, apresurados, para confundirlos aún más añadiéndose al juego.
Aunque el libro se cierre, las solapas siempre se quedan abiertas, forman ángulos o alas, se revelan ante el tedio impuesto por las dos dimensiones y su silencio.
Y las nuestras, los cuellos planchados de camisas y abrigos, son el asidero en este interrogatorio al que nos sometemos voluntariamente. Después de haber tenido acceso a estos sucesos nada minúsculos que relata Elefantiasis, nos acercamos, los vemos con precisión, sin borrones ni interferencias, sin nada que no “venga a cuento”. Son rebanadas de vida, tranchetes de vie, en francés, que nos invitan a confrontarnos con sus habitantes. Nadie es mejor que nadie, nos dicen, sabios y lacónicos.
El precio por husmear en el mundo del prójimo es descubrir que no somos ajenos a él, sino que vivimos en las mismas coordenadas. Lo que sucede es nuestra propia historia, que nunca, a pesar de la denominación, atañe sólo a la primera persona, sino que incluye al entorno que la lupa elefantiásica, instrumento y resultado a la vez, nos muestra.
El hombre de contradicción no era solamente Unamuno, aunque a él le gustara definirse así. Esta es la conclusión del trabajo de observación del autor entomólogo que no juzga sino que admira y registra el comportamiento de unos seres vivos, sometidos a veces a presiones tan insoportables, que los convierten en otros.
Hay en Elefantiasis un narrador aséptico, que borra cualquier rastro de su presencia para que sintamos que no hay mediación, aunque sí mucha medición, en estos acontecimientos que se muestran directamente.
La valoración de estas muestras recogidas queda para quien recorre con sus ojos las líneas descarnadas, letra de los paisajes y estancias de Edward Hopper, relatos que bajo una segunda piel saben que late siempre el alma humana.
Joseph Merrick, el hombre elefante, se moldeó con una sensibilidad hiperestésica, exacerbada y consiguió la proeza de descubrir a los auténticos monstruos, que enajenados frente a él le arrojaban carcajadas y bromas sádicas.
De esta lección, de la naturaleza mutable, de la salvación, y de la posibilidad infinita de reinventarse, trata el libro Elefantiasis de Raúl Ariza, un escritor que ante los icebergs enormes de los glaciares siempre sabe dónde colocar el mar.
Rosario Raro.
1 comentario:
Vengo del Facebook de Raúl Ariza. Muy buena reseña.
Saudos.
María
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