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Curso 2016/17

martes, 27 de octubre de 2009

La vida lo mató.


Dori Valero

En La Marina (California) hay una hermosa urbanización de apartamentos para ancianos. Es una comunidad tranquila en la que los jubilados viven sin sobresaltos. La mayoría de ellos son antiguos trabajadores del estado (carteros, maestros, algunos funcionarios de la administración local,...)

Entre todos ellos destaca Mustafa Mahmoud, ex director de un colegio público. Después de 50 años trabajando en uno de los centros educativos más duros de la zona un día se dio cuenta que no tenía nada. Su mujer acababa de morir de cáncer, no tenía hijos y todos los adolescentes que habían pasado por su despacho ahora eran como borrosos recuerdos, la mayoría de ellos dolorosos: cárcel, drogas, bandas, muerte. Recogió si despacho, medio siglo de esfuerzo cupieron en una caja de cartón. Arrastrando los pies y abrazado la caja salió por los pasillos del colegio, no miró hacia atrás, subió al coche y desapareció colina arriba.

Unos meses más tarde se instaló en el 4E B2 de la hermosa urbanización para jubilados buscando soledad y un espacio propio en el que rumiar sobre el por qué de su vida. Rodeado de libros, discos de vinilo, algunos álbumes de fotos que mostraban la felicidad al lado de la compañera de su vida y un montón de esperanza que habían ido desapareciendo,… comenzó a componer en el piano de pared pequeñas melodías en sordina, para no molestar a los vecinos, pero también para no molestar su estado quietud y calma, de serenidad.

Todo ese mundo se vino abajo cuando el 4 de julio apareció una vecina con una tarta y una sonrisa profident para invitarlo a la barbacoa de la urbanización. Mustafa intentó ser amable, pero no lo consiguió y los maliciosos comentarios sobre el viejo director de colegio empezaron a circular por el complejo.

Los que más disfrutaban con estos rumores eran los niños que de vez en cuando visitaban a sus abuelos y se quedaban algún fin de semana a dormir con ellos. Uno de sus juegos preferidos era llamar al timbre y después salir corriendo. A finales de julio, Mustafa era mudo y se comunicaba a través de gruñidos. En agosto, además, hacía experimentos con animales como el doctor Frankenstein. En septiembre ya se había comido a tres niños, según algunas versiones.

Halloween se acercaba y se pasó una circular a los vecinos. Este año habría una especie de concurso y la mejor decoración obtendría un premio, una sabrosa tarta de calabaza, especialidad de la vecina entrometida que acabó con la tranquilidad de Mustafa el 4 de julio.

Aquella noche, como cada noche, cuando ya no se oía a nadie y el viejo director podía estar tranquilo con sus pensamientos y consigo mismo. Salió al balcón, se sentó relajadamente en la silla de lona y encendió un cigarro. Cada calada llenaba sus pulmones de un escozor ardiente que le hacía sentirse vivo. Cada exhalación le permitía soltar el lastre que suponía ser acosado por aquellos pequeños y grandes diablillos. Solía pensar que después de tantos años los críos seguían siendo su penitencia y sus responsables su purgatorio. Pero agradecía el purgatorio en la tierra porque eso suponía que podría llegar antes al cielo donde le esperaba su amada, su luz, su vida.

Un rápido fogonazo en el cielo rompió la noche y luego todo quedó tranquilo, solamente algún grillo se permitía entonar su canto durante la madrugada.

A la mañana siguiente, la urbanización se despertó. Los vecinos sintieron curiosidad por aquella magnífica decoración que el huraño director había colocado. Algunos comentaron que el ermitaño había puesto “eso ahí” para alejar a los curiosos de sus experimentos.

Cuatro días más tarde, el hijo de una de las residentes fue a ver a su madre y se percató de aquel insólito “muñeco” que había en la terraza. Después de algunas discusiones decidió llamar a la policía. Había algo extraño en toda aquella situación.

Al llegar los policías llamaron a la puerta. Como no recibieron contestación forzaron la entrada, entraron en el apartamento y buscaron en todas las habitaciones al inquilino, había desaparecido. Finalmente, se acercaron a la terraza a ver qué macabra decoración había dejado el viejo director.

El agente que salió a la terraza no pudo reprimir una arcada que le hizo entrar en la vivienda precipitadamente.

- Avisa a la central. Que venga el equipo forense y asegura la zona.

Al cabo de una hora la hermosa y tranquila urbanización de jubilados era un hervidero de periodistas, cámaras, policía y, sobre todo, rumores, muchos rumores:

- Aquel hombre dice que lo han asesinado de un tiro en el ojo.

- Yo he oído que se suicidó.

- A mí me ha comentado el hijo de un amigo que es periodista y está cubriendo la noticia que ha sido un ajuste de cuentas.

- Calla, calla, según he oído a un policía todo esto está relacionado con la brujería –dijo al tiempo que se santiguaba la vecina de las tartas- ha sido vudú.

Al final de la tarde, el forense, ayudado de dos de sus hombres sacaba el cuerpo de Mustafa de la vivienda para llevárselo al Anatómico Forense para hacerle la autopsia.

- Pobre diablo – dijo uno de los hombres- sale a fumarse un cigarro a la terraza y la esquirla de un meteorito le acierta en el ojo y lo deja seco.


1 comentario:

Rosario dijo...

He disfrutado mucho leyendo este relato.
La primera parte me recordaba a Gran Torino de Clint Eastwood y después me he acordado del meteorito caído en Letonia. Menos mal que nadie leerá este comentario antes que el texto. ¿No?
En este caso además de la vida-está muy muy bien el título- lo mató el tabaco.