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Curso 2016/17

viernes, 30 de octubre de 2009

TODOS LOS SANTOS, TODOS.



Adela Torres Esplá

Lía vivía en una ciudad mediterránea, llena de estruendos en las fiestas y de pasados gloriosos. A su edad y viviendo sola, era muy difícil poder celebrar el día de Todos los Santos, sin pasar un mal trago, acudiendo al cementerio para rezar a no se sabía qué. Así y todo, como todos los años, días antes, encargó a Mikaela que reservara una orquídea natural para engancharla en aquella piedra fría y negra donde solo se reflejaba su soledad.

Sus hijos no le acompañaban nunca al cementerio, de hecho aprovechaban estas fechas para aquel viajecito a Londres que nunca llegó a entender. Mauro y Elia se iban de compras todos los años por estas fechas y ella entendía que era lo mejor para la pareja, haciendo un acto de fe, exento como ella, de cualquier atisbo de maldad.

A primera hora de la mañana desayunó pensando en no dejar olvidada su orquídea en el frigorífico, donde la había dejado el día anterior. Sorbió un café soluble sin sabor a nada y se puso el abrigo que otro noviembre, de hace mucho tiempo, había estrenado para ir al cementerio. Porque Lía recordaba muy bien que por este tiempo, se estrenaban abrigos y chaquetas, al menos en su época.

Sola y arrastrando los zapatos empezó a caminar sin pensar en nada, prácticamente como un robot, hacia las afueras de su ciudad. Al pasar se detuvo en una pastelería, de señoras, como ella las llamaba y se quedó mirando un escaparate repleto de calabazas y lazos negros. Verdaderamente estaba precioso cargado de aquellas calabacitas tan graciosas y de todo tipo de decoraciones en tonos naranja. Ladeó la cabeza y leyó muy lentamente: Ha-llo-ween. Siguió su camino moviendo su cabeza en un gesto que expresaba desesperanza. La verdad es que Lía no podía encajar aquella estúpida costumbre de Halloween. Suponía que había llegado tarde, que aquello no iba con ella y que debía de ser un signo de su decrepitud. En realidad había intentado tragarse las nuevas y distintas celebraciones que se empeñaban en encasquetarle sus nietos a pesar de que ella seguía teniendo sus referentes autóctonos y no encontraba ninguna necesidad de remitirse a ritos que en realidad no entendía o que le importaban un pito. Pero aquellas calabazas eran bonitas, alegres…

Rosalía Fernández Sastrón siempre había celebrado el día de Todos los Santos, y la verdad es que lo recordaba como un día de fiesta, de estrenos y de visitas al cementerio. Sus amigas y ella se vestían con sus trajes de domingo y se encaminaban hacia el puente de San Blas buscando grupos de chavales para lucir sus vestidos y sus caídas de ojos.

Cuando llegaban, se organizaban rápidamente en una ruta familiar que atendía a los fúnebres compromisos de todas, sus abuelos, sus tíos, algún lejano familiar, todos ellos con las lápidas relucientes y a punto de revista.

Sin embargo Lía no podía aportar su capítulo mortuorio al itinerario elegido. Lía no era de allí y no tenía a ningún muerto al que visitar, limpiar o rezar. Así que vivía siempre la fiesta de los muertos con una alegría desconectada y al parecer, fuera de lugar.

Aquellas y otras cosas le rondaban a Rosalía cuando decidió salir de su añoranza y pensar que aquella fiesta de las calabazas seguiría siendo para ella el día de estrenar un abrigo, de comprar unos huesos de santo y de visitar la feria con la ilusión de sus olvidados doce años.

Dio media vuelta, dejando el cementerio a lo lejos y se dirigió a la pastelería de señoras para encargar unos dulces y una calabaza para Lucas, su único nieto. Estaba claro que hoy le llevaría a la feria, con la orquídea en la solapa del abrigo.



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