jueves, 29 de octubre de 2009
Flores marchitas en un mes de noviembre
Rosa Vents
Por mucho que ella continuara gritando sus oídos ya no podían escuchar. Sus oídos nunca la escucharon, la oían y nada más. Ahora, ni siquiera eso.
Ella le seguía gritando, fuerte, reprochándole todo aquello que durante años y años de matrimonio la había ido matando poco a poco. Demasiado ofuscada con su propia rabia y pensamientos ni siquiera le importó que aquel cuerpo ya no respirase vida.
Aquel día Sara se levantó tarde. Hacía dos semanas que había dejado a Mustafá, después de casi 50 años de matrimonio, después de casi 50 años de prisión volvía a ser libre, pero no podía permitir que aquel hombre que destruyó su vida continuara siéndolo.
De nuevo se puso aquel vestido azul que tantos años había guardado, el que vistió por última vez antes de casarse y que ,sin querer, le había hecho ser el centro de todas las miradas. Ya no lo lucía como antes, aunque todavía se conservase bastante bien las arrugas en su piel eran visibles. Se puso delante del espejo y las observó de una en una, y con cada una de ellas vió pasar un pedacito de su vida; toda una vida, desperdiciada al lado de un hombre que nunca la comprendió.
De nuevo calzó los zapatitos rojos de tacón, aquellos de salón que sus amigas tanto habían envidiado, Sus amigas... ¿Qué habría sido de ellas?
Bajó a la calle y taconeó hasta el bloque de apartamentos, se sentía fuerte, se sentía segura, y con cada paso la idea que llevaba en mente se afianzaba más y más. La gente la miraba, una anciana con aquellos zapatos y aquel vestido era la imagen más bizarra que habían visto en mucho tiempo, pero a ella, francamente, eso le daba igual. Se sentía preciosa, se sentía de nuevo ella misma después de tantísimos años.
Llegó al bloque de apartamentos, decorado de naranja y negro para la ocasión, y ni siquiera se molestó en llamar. Todavía conservaba las llaves y, al fin y al cabo, ya sabía lo que él estaría haciendo en aquel momento, lo que hacía siempre a la misma hora: ver pasar a las jovencitas que salían del colegio, borracho como una cuba. Y así le encontró, sentadito en la terraza, entre muñecos de halloween y flores marchitas.
Allí le empezó a gritar, mientras entre sus pequeñas y arrugadas manos asía una pistola que no sabía muy bien como utilizar. Y entre grito y grito su dedo se deslizó suavemente sobre un gatillo que hacía tiempo que esperaba apretar... pum. Aquella historia había acabado por fin, aquel hombre que tanto sufrimiento le había provocado y que tanta vida le había robado quedó convertido en un macabro muñeco de Halloween, y ella, la flor marchita, se sentía contradictoriamente más viva que nunca. La venganza es un plato que se sirve frío y a Sara le encantaban los helados.
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