Laura Roullier
Ahora me doy cuenta de que siempre lo supe: esa obsesión por la bolsa no podía ser muy buena. Acción por aquí, acción por allá… Quién hubiera dicho que nosotros, titanes económicos, acabaríamos quemando latas de Coca-Cola en una fábrica okupada por la desolación.
Recortada contra el cemento de fondo, como quien no quiere la cosa, llegó ella: la Locura. Al verme, adoptó una posición similar a la del dios Shiva Nataraja, sorprendido en mitad de su danza cósmica eterna, y me extendió una mano para que me uniese. “Sombra de burgués, nuevo rico arruinado, amigo mío, hasta tu muerte no podrás hacer otra cosa más que bailar conmigo”. Supuse que ella no podía estar equivocada –normal, es la Locura-, así que la rodeé por la cintura y bailamos sin parar durante años enteros. Años, que a tanto tiempo suena, me supieron a milésimas de segundo cuando el fatídico día llegó. Y es que sin previo aviso, ella se escurrió de entre mis brazos y me dejó a solas con los restos de su promesa.
Jamás entenderé por qué decidió irse. Todos sabemos que es una mujer muy ocupada, pero yo había encontrado en ella mi crédito compasivo, mi bocanada de aire bancario, mi hada económica. Pero, ¿sabéis una cosa? Creo que ella no es feliz. Allí fuera, en el frío, rastreando sueños americanos rotos… Ni siquiera la Locura puede llevar una vida como esa. Así que la salvaré de ella misma, cuando no quede un resquicio de cordura en mi cabeza. Cuando haya perdido del todo el juicio, cuando ninguno de los dos dé más de sí, cuando no necesite comprar felicidad en tiendas de segunda mano… entonces, conseguiré rescatarla.
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