LEOpoldo José Trillo-Figueroa Ygual
Mario abrió la puerta de su casa, dejó las llaves y una pequeña cámara fotográfica en el aparador que había a la entrada. Llamó a su mujer que no le contestó porque, sin duda, no había llegado todavía del trabajo y después se dirigió al salón.
Una vez allí, se dejó caer perezosamente en el sofá y se quitó los zapatos. En su rostro, de rudos rasgos y habitualmente serio, apareció una tenue sonrisa. Estaba recordando lo que le había sucedido.
Días atrás, había recibido una carta certificada del Ministerio del Interior en la que le comunicaban que, próximamente, iba a ser derruida la prisión de Peñas Gordas y que si quería podía ir a verla por última vez.
Mario había estado "residiendo" en Peñas Gordas la mayor parte del tiempo con el que le habían condenado por la tenencia, consumo y, sobre todo, venta de estupefacientes.
La población, cerca de la cual se hallaba el centro penitenciario, estaba a tres horas de tren de donde él vivía. Saliendo temprano, en un mismo día, podía ir y volver y así lo hizo.
No guardaba un mal recuerdo de Peñas Gordas porque, estando allí, conoció a Juana, la que ahora era su mujer, gracias a una campaña promovida por el Director del Centro penitenciario, que consistió en poner en contacto a los internos con gente del exterior que quisiera cartearse con ellos. Desde la primera carta que recibió, Mario, supo que aquella mujer iba a ser algo especial en su vida. Y lo fue. Una bocanada de aire fresco entró por la ventana de su celda Saber que, de alguna manera, aquel umbilical hilo le mantenía en contacto con el exterior y, principalmente, la paz interna que consiguió desde aquel día, hizo de Mario un hombre nuevo con ganas de retornar al exterior y con el firme propósito de olvidar los malos tiempos y las malas costumbres.
Juana fue para él como la paloma blanca que llegó al Arca de Noé con una hoja de olivo en su pico. El gran diluvio ya había pasado y un atisbo de vida retornaba a una Tierra, hasta ese momento desaparecida bajo las aguas. Quizá por eso, porque Mario pensaba que Juana le había traído la paz interna que necesitaba, íntimamente, le decía que era su paloma y así la llamaba.
Pero aquel día, estando visitando Peñas Gordas, le sucedió algo que estaba deseando contar a su mujer. Cuando intentó acceder a la gran nave, en la que se encontraba el corredor con la celda en la que él había estado encerrado, se encontró de bruces con un personaje entrañable para él: La Pili.
En aquellos años los términos gay o travesti no se usaban para denominar a los homosexuales. Al que tenía esa tendencia sexual le llamaban simplemente maricón y La Pili era un maricón o una maricona, según otros mas maliciosos.
Alguien, con ese castizo ingenio que tienen algunos para poner motes a las personas, un día la empezó a llamar La Capicúa; porque en las duchas, debido al gran tamaño de su miembro viril, pensó que era mas propio llamarle “Pili la” que “La Pili” y ya se sabe, cuando un mote tiene gracia, con él te quedas. Y desde entonces, y ya para siempre, fue “La Capicúa”
Mario, que había estudiado en su juventud, sabía que aquel término no era el apropiado, Que lo justo hubiera sido llamarle “Palíndromo” pero… ¡cualquiera lo decía! Por eso, para él, siempre fue “La Pili”.
A él “La Pili” no le caía ni bien ni mal simplemente pasaba de él. Lo cierto es que, con la llegada de la Democracia, “La Pili”, se dedicó al mundo del espectáculo como travesti. Su nombre artístico no lo tuvo que pensar mucho, se autobautizó como “La Capicúa”. Como era muy simpático y ocurrente pronto se hizo famoso en el País. Tanto que, los que hasta entonces se habían reído de él ahora presumían de conocerlo y algunos hasta de ser sus amigos.
Que poco se necesita para que prenda una llama, una pequeña chispa y todo se ilumina. Así sucedió en la mente de Mario cuando se encontró de nuevo con aquel singular personaje de su vida pasada. Al verlo, un aluvión de recuerdos que creía olvidados afloraron a su mente.
“La Pili” se había hecho un moño en la cabeza e iba todo pintarrajeado y muy estrafalariamente vestido. En la parte superior de su cuerpo llevaba una "chupa" de piel negra y en la inferior se había puesto un tutú de bailarina de ballet y unas horrorosas medias de color rosa con manchas negras. Como calzado llevaba unas bailarinas también de color negro.
Al verlo, “La Pili”, no le reconoció. Lo cierto es que no sé si fue porque no se acordaba de él o por que le era imposible reconocer a nadie debido al gran "pedo" que llevaba encima tras haberse bebido entera la botella de orujo, una bebida alcohólica de alta graduación, que tenía a sus pies.
-¡Cinco minutos! !Cinco minutos! –exclamó “La Pili” al verlo-.
¡Tome asiento donde pueda porque tan solo faltan cinco minutos para que comience el espectáculo!. Va usted a presenciar la mejor representación, de "El Lago de los cisnes", la hermosa obra del gran Piotr Ilich Tchaikovski, que nunca haya podido imaginar.
-¡Siéntese!, ¡siéntese!, que tan solo faltan cinco minutos.
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